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La senda de las flores oblicuas
Eva Feld

Resumo:
Una mujer occidental de identidad falsa recorre Corea, mientras se pierde en un tren hacia Daewo, en un avión que vuela a Chicago y en una memoria ancestral que no logra descifrar.


Eva Feld


LA SENDA DE LAS FLORES OBLICUAS






Odio. Detesto. Abomino. Kim Minsu roe y cata entre los dientes el pecado de padecer. El amargor de las raíces ancestrales que por su forma recuerdan el cuerpo femenino y que dan vigor a quienes las mastican, conforma, en el caso de Kim Minsu, su humor. Se dirige con paso firme hacia la capilla del padre Johnson en busca de consuelo pero no consigue más que maldecir. Aborrece con frenesí a los japoneses, a los chinos, a los estadounidenses. En suma, tirria, animadversión, iracundia y asco se alinean frente al confesionario. La piel olivácea de su rostro centellea, pues el sudor ha formado en sus mejillas y en su frente una espesa capa oleosa. Siente el cabello pegado al cráneo, las manos crispadas y el bullicio de su rencor en el agolpamiento de sus sienes. No ha acabado la enumeración, su odio abarca a los franceses, a los alemanes, a los ingleses. Todos cuervos, zamuros, cornejas; hienas depredadoras, devoradoras hasta del último hálito. Todos descosidos engañadores de oficio, rapaces desgraciados. Atragantado, el hombre no consigue controlarse ni aún entregándose a la oración. A borbotones explotan los monosilábicos acordes del padre nuestro en idioma coreano: “Padre nuestro que en el cielo estás, santificado tu nombre sea, así en la tierra como en el cielo tu voluntad hágase”.
Es domingo, los feligreses se han vestido de lujo para la misa, ostentan con orgullo la fe que los aglomera bajo la mirada piadosa de un Jesucristo sangrante y de una Virgen María tallada a la manera italiana y ligeramente ahumada a causa de los cirios. En la semipenumbra teñida de reverberaciones provenientes de lejanos vitrales, el incienso trasunta gracia. Sólo una persona precede a Kim Minsu en el turno hacia la confesión; es una mujer occidental, una caucásica. Se le adivina una cabellera crespa, debajo del velo negro, por la rebeldía de un flequillo rucio que le tapa parcialmente el ojo derecho, aquél que Kim Minsu logra atisbar cada vez que ella se gira hacia la santidad que emana una Piedad del otro lado de la sacristía. Kim Minsu la ve sin mirarla, sigue en su rezo: “En tentación caer impídenos, del mal líbranos Señor”. La ve avanzar e hincarse, ahora sí le mira el dorso y halla en ella inquietud; esa espalda podría ser la de una esposa de militar estadounidense asignado a despecho a Taegu, la ciudad natal de Kim Minsu, a unos trescientos kilómetros de Seúl. La mujer acaba pronto de inventariar sus escasos pecados y al ponerse nuevamente de pie cuenta con la solícita asistencia del coreano aparentemente apaciguado y gentil a quien corresponde ahora confesarse. “Pecado he” afirma Kim Minsu y el padre Johnson, avanza el rostro hacia el susurro para invitarlo a explayarse en inglés. Conoce a cada uno de sus feligreses, sabe que éste lo domina bastante mejor de lo que él mismo habla el coreano. Kim Minsu replica contándole al sacerdote que ha sentido deseos de morir, que sus actos se han vuelto mecánicos y por ende insensibles. “Añoro al hombre que era antes, a aquél que amaba a su país y su idioma, a aquél que regresaba a su casa con entusiasmo patriarcal a reproducir en su familia una incondicional tradición, a aquél que honraba la memoria de sus ancestros y demostraba respeto por los ancianos; a aquél que aún siendo católico podía reverenciar el credo ajeno”.
—Prosigue hijo mío –le dice el padre Johnson– aligera tu alma. No hay pecado que el Supremo no perdone ante la contrición.
—¡Odio! –pronuncia Kim Minsu sin darle tiempo al sacerdote de emitir consejo alguno.
Generosamente cede su puesto en el confesionario a un anciano en nada diferente a cualquier abuelo budista. Instintivamente se alisa el cabello, reverenciando disculpas frente al hombre mayor. Se dirige con paso firme hacia la calle determinado a acicalarse debidamente para la misa. Encuentra sin contratiempos la casa pastoral, espera pacientemente a que le abran, se hace conducir hasta el baño y, luego de pasar la llave dos veces en el cerrojo, sorprendiéndose a sí mismo con costumbres que le son ajenas, lava su rostro, salpica con agua su cabello y lo ordena con un minúsculo peine de bolsillo; se enjuaga la boca. En verdad no había pasado por su casa al regresar de la base militar estadounidense de Taegu, donde trabajaba acuartelado la mayoría de las veces desde antes del estallido de la guerra y adonde permanecía por inercia aún después de concluida, porque le parecía demasiado temprano para despertar a su familia. Por lo demás disfrutaba el desvarío de encontrarse solo bajo un cielo espléndido, sobre todo después de haber hecho, una vez más, el viaje en tren hasta Seúl. Un viaje inescrupuloso que le robaba horas vitales, ni siquiera lograba dormir o leer, tanto menos pensar, sólo perder la mirada en la vasta nada móvil encuadrada en la ventana, una nada oscura, densa y fría. Una realidad. A su llegada a la estación terminal de la capital sorteaba a los mendigos y a los borrachos con rutinaria manía y hacía tiempo frente a una sopa caliente y picante que le devolviera algún vigor y luego, como hoy, se iba para la iglesia, en cuyas escalinatas no quiso sino estarse quieto y respirar. Cuando escuchó los primeros acordes del órgano que anunciaba el inicio del servicio religioso contravino su momentánea independencia. Tomó asiento en el último banco y cerró fuertemente los ojos. En su retina había quedado atrapada la imagen de la Virgen María y sobre ella iba implantando la fisonomía de su mujer; sonrió al imaginarla dormida con sus hijas en la estera de bambú. Las tres en pijamas de seda de tenues colores en los que ligeras mariposas estampadas procuraban alzar el vuelo. Tres pares de pantuflas, también de seda, reposaban ordenadamente a un costado y una amalgama perfumada de ajonjolí con agua de azahares compendiaba en un solo aroma el concepto de hogar. Recordándolas se le descalabraban las tensiones. Reunía fuerzas para jurar, por ellas, que buscaría un nuevo trabajo, uno que le permitiese vivir en casa, pero se negaba a pasarle revista a las endebles posibilidades de lograrlo. La oferta laboral era restringida y ninguna igualaría ni remotamente el salario que devengaba con los americanos, mucho menos las prebendas. Odiar a los yanquis era casi una mala praxis, los odiaba por agradecimiento, porque lo habían rescatado de la miserable rutina implantada por los japoneses, una que se aprovechaba de la doctrina confucionista para exigir obediencia ciega a los empleados de las fábricas que implantaron en el país durante el período de su implacable dominación. Poca diferencia hallaba Kim Minsu entre el sometimiento al imperio nipón o a la doctrina autoritaria de sus vecinos chinos, acaso únicamente en que el primero exigía diezmos y la segunda prebendas. Uno inclinar la cerviz, el otro doblegarse. Los insulares japoneses, al morder la lengua del Asia continental pretendían fagocitarla, hacerla carne propia. No les bastaba por tanto colonizar, pretendían subsanar cualquier atisbo de producción independiente. Los nipones aplicaban la tecnología hasta hacerle olvidar a los coreanos cualquier memoria de individuación, todo ánimo nacionalista. Los comunistas chinos, por su parte, se movían por causas ideológicas tangibles en lo sanguinario de sus métodos de implantación. Al menos, los pormenores de los yanquis se hacían bajo proclama democrática. El odio de Kim Minsu fluía en vertientes y raudales que arrastraban en su cauce tirones de su propia vida malgastada en deyecciones geopolíticas y discursivas, en inmundicias y falsedades, en renuncias descompensadas y utopías ajenas. Su odio era un delta de pendientes acaudaladas. Las decantaciones aluviales eran de marismas y estancamientos, allí, confundido en la feligresía, palpitaban en él sus propios cordones litorales, pues era su odio delta de tal suerte que no hallaba salida a mar alguno. Sus sentidos se hallaban cercados por montañas encadenadas que liaban la hiel a su gañote y sus pies a la inamovilidad. Su odio se acrecentaba, pero era a sí mismo a quien detestaba. Su declarada inercia convertía su ira en terreno infecundo. Odiaba en seco.
El padre Johnson adoptó repentinamente un tono jocoso y balbuceó torpemente una invitación a participar en la verbena dominical que las hermanas salesianas habían organizado a favor de los veteranos de la Guerra de Corea. Kim Minsu se asombró pues no había advertido ningún indicio de festejo en las inmediaciones de la iglesia. Sus dudas fueron pronto aclaradas cuando la dama caucásica, que lo había precedido en el confesionario, tomó el mando de la celebración y se hizo seguir en fila india hacia un parque aledaño. Iban pues, tras ella, cantando, hombres y mujeres, niños y niñas. Kim Minsu supo entonces que la inquietante espalda que lideraba la serpentina humana daba clases de inglés todos los jueves en la escuela parroquial. Where have all the flowers gone, long time passing, where have all the flowers gone long time ago?… Young girls picked them every one, oh when will they ever learn, when will they ever learn? Kim Minsu conocía la versión que cantaba Joan Báez a finales de la década de los sesenta, se la había escuchado con frecuencia a los marines en sus barracas, quienes a su vez remedaban a sus superiores, escuchando embelesados a la cantante frente al disco de vinilo que giraba a setenta y ocho revoluciones debajo de una aguja adiamantada. Súbitamente atraído se unió a la marcha festiva y mucho antes de terminar las numerosas estrofas se encontró, encantado, con un ecléctico festival de emociones. Había allí toda clase de manjares manoseados por beatíficas alumnas de catecismo y sus diligentes parientes. Se había acordado venderle un boleto único a cada comensal; consistía en una pequeña libreta hecha a mano con papel artesanal de varios colores del cuál se iban desprendiendo cupones a medida que se consumían los diferentes platillos. Este primer contingente de feligreses tenía precisamente la misión de disponer los quioscos y las viandas, mientras que los que los habían transportado hasta el parque se acicalaban para asistir a la segunda misa del padre Johnson. En verdad el evento estaba programado para el mediodía, así que Kim Minsu quiso marcharse para su casa; no llevaba puesto su reloj pero juzgó que llegaría justo a tiempo para el desayuno familiar. La imagen le bailoteaba con afán, pero fue detenido en su aceleración por una mano masculina de cuyo apretón se desprendió una invitación impostergable a echar una mano de Baduk. Los primeros instantes se estancaron en unívoca perturbación. No se reconocía en la identidad de huésped, pero tenía aquel desafío visos y atractivos difíciles de declinar. Un sol gentil abrasaba a fuego lento en el descampado y conducía a los festinados domingueros a refugiarse a la vera de árboles perfectamente tallados. Ambos coreanos se entendieron mediante cortesías gesticulares. Ninguno tomó la delantera ni apuró el paso, intercambiaron apenas las palabras necesarias para determinar según las tradiciones a quien le tocarían las fichas blancas y a quien las negras. Hacía mucho tiempo que Kim Minsu no se asía a una batalla de Baduk y se preparaba repasando en su memoria algunas estratagemas de cuando jugaba con asiduidad. El juego se fue abriendo sin la mirada de terceros, era demasiado temprano para el despertar de las familias. Las fichas blancas danzaban procurando cercar a las negras, las cuales, a su vez, huían intentando envolver a las blancas. Las fuerzas del yin y del yan se movían en aquel tablero de diecinueve centímetros cuadrados, con cuatro mil años de antecedentes lúdicos y militares. A los jugadores se les resquebrajaban las arrugas, hasta sus huellas dactilares parecían modificarse en aquella ejercitación. Al principio las movidas eran rápidas, casi automáticas, porque el avance estratégico exigía apenas cierta gimnasia memoriosa, evocar jugadas remotas y antiguos desempeños, pero luego los lances se desaceleraban anclándose en sesudez y creatividad. Los aromas culinarios se expandían en ondas envolventes, el retozo de los niños desplazaba bienaventuradas humaredas nutricias; perseguían y manoteaban aquellas nubes comestibles hasta conformar bulliciosas filas frente a las sartenes en las que diligentes cristianas rebullían empanadas de harina de arroz rellenas con acelgas, coliflores, calabacines y abundante cebollín, haciéndose diestros pulpos para repartirlas entre los niños, cuyas madres acudían en aluvión a pagar el consumo de sus pequeños y a esperar pacientemente el turno de los adultos. Ya los jugadores de Baduk se habían multiplicado, otras parejas se atacaban mutuamente. Algunos tableros eran colocados en bancos, otros en mesas plegables que los más fanáticos traían desde sus casas. Algunas fichas se desplazaban con sutileza, otras caramboleaban con rocambolesca impericia en las manos inexpertas de los más novatos. Sobre el estanque, convergentes redondeles daban fe de lajas diestramente lanzadas por adolescentes aburridos y de patos en ruidosa estampida. Un grupo de jubilosas estudiantes daba traspiés en su esfuerzo por transportar una tabla de madera para colocarla encima de una bolsa de arroz y crear de ese modo un rudimentario subibaja; con esos juegos circenses reproducían conscientemente los usos y costumbres de las mujeres sometidas en el pasado a las más estrictas labores a que las confinaba el confucianismo y que se valían de esos saltos para asomarse por encima de los muros que las cercaban del mundo exterior aunque sólo fuera por instantes. Saltaban y se regocijaban, sus carcajadillas se enhebraban con las risas de niños y niñas luchando por posicionarse en otros juegos tradicionales y opacaban las instrucciones con las que un maestro en el tejido de yute intentaba adiestrar a una comparsa de impúberes aprendices. Mientras tanto, con exuberante gentileza, Kim Minsu le concedía a su demorado opositor todas las ventajas posibles en el Baduk. Estaba concentrado en un rayo de calor particularmente incisivo que le disolvía subrepticiamente un calambre cervical. Era su nuca un epicentro de rabia contenida, de una cólera punzante que a fuerza de replegarse agravaba en él una ira cancerígena. Cuando al fin le llegó el turno de desplegar su ataque en el tablero, nadie adivinó cuánta dificultad de movimiento corporal había tenido que vencer para desplazar el antebrazo, ni cuánto traqueteo óseo hubo de tolerar su oído interno. Ecuánime y sereno, al concluir su jugada, reacomodó la postura de sus hombros y levantó la mirada hacia el firmamento. Allí una nube rosácea desdibujó en una fracción de instante la efímera conformación del universo. Quiso ver en aquel arrebol las mejillas de sus hijas e hizo un amago por apurar la partida; cayó en cuenta del paso del tiempo y súbitamente temió perderlo. Su contrincante aprovechó el desvarío para cercarlo en el flanco norte del tablero y Kim Minsu mordió vorazmente el anzuelo del presente. En la guerra ficcional que libraba, sobre todo contra sí mismo, involucró un desmedido empeño, como si en cercar las fichas negras se hallara la liberación de todos los yugos posibles, desde el cósmico y celestial de hallarse en el paralelo 38, remontando las numerosas batallas libradas contra enemigos políticos, hambrunas, fenómenos telúricos, hasta el muy intrínseco y subjetivo que imponía sobre él el hecho de haberse casado con una budista veinte años más joven y, en consecuencia, expuesta a las más granadas utopías posmodernas. En vano habría deseado mantener en ella la candidez con la cual se le había sometido durante los primeros escarceos sexuales y evitar que encontrara fuentes de deseo en los productos de consumo masivo que invadían las vitrinas y las pantallas de televisión. Ante la evidencia, un perenne deseo se instauró en su entrecejo, el de complacerla. Así pues, se desvivía por adivinarle, o más bien adjudicarle caprichos, y no escatimaba en trabajar de más para complacerlos; de ese modo se volvió esclavo de su propio imaginario según el cual ella ansiaba equipos electrodomésticos y prendas de vestir. Llegó a concentrar todo su erotismo en adquirir para ella un karaoke casero. Para alentarse se la imaginaba haciendo uso de él: where have all the flowers gone inventaba él que vocalizaba ella, convirtiéndose, por subterfugio, en ella, en Soo Yin Par, su mujer. Como eran en ese instante una y la misma persona, pensó él con la cabeza de ella y temió él con el corazón de ella: “Tengo que escapar ahora, ahora mismo, antes de que Kim Minsu regrese, antes que me retenga con su extraordinario amor. Ahora, he de huir enseguida, desaparecer en vértigo, pero no uno cualquiera de los que experimento cada día frente al abismo que significa repetir a diario las mismas rutinas, idénticos ademanes, sino otro, uno invertido, que en vez de reducirme hacia el submundo con toda la fuerza gravitacional, me dispare hacia la libertad”. Yerra el hombre, juega mal, se deja cercar por el contrincante, no tiene mente para estratagemas bélicas, no puede seguir jugando, sería un irrespeto maltratar de tal suerte a su adversario, de manera que haciendo gala de ponderada gentileza se disculpa y emprende una persecución bífida. Buscándola a ella se caza a sí mismo, acechándose le echa el lazo a su mujer, pues la lleva tan adentro que aún perdiéndola la posee, aún separándose la tiene. Al constatarlo desacelera. La niña que es su mujer en verdad es anciana, vino al mundo mayor de edad, pues ya cargaba a cuestas a sus ancestros más remotos. Sería por eso que Soo Yin Par dormía tanto y a la vez tan poco. Ya no se lo preguntaba más. Kim Minsu la penetraba desde la distancia con una lucidez lacerante. Palpó en el bolsillo de su pantalón la amatista pulida, en cuyo centro había grabado y teñido, durante sus horas de descanso, un cuervo, y lo sintió volar hasta perderlo de vista sin que hubiera abandonado nunca el roce con sus dedos; allí estaba el ave quieta en su bolsillo, sede y albergue también de su monedero, al cual dio alcance para comprar un boleto de metro. La analogía le provocó una mueca, una que instantáneamente lo diferenció del resto de los viajantes que con él se desplazaban por el subsuelo. La equivalencia perfecta: libertad, huida, vuelo, alzamiento y monedero. “Ch´ul-gu”, leyó en voz alta rumiando la palabra “salida” como sólo sabe hacerlo un hombre enteramente analítico. Su mujer toda, desde la tenue sombra que proyectaba de perfil en la pared y la sutil mancha genética que la emparentaba exiguamente con ancestros maculados, hasta sus pestañas que daban fe, al titilar, de atavismos, era la puerta que cerrada, generalmente cerrada, le advertía sobre otro mundo.
“Ch´ul-gu” debajo del letrero en coreano aparecía otro en inglés, exit. Kim Minsu lo leyó como quien ingiere compulsiva y violentamente una ínfima cantidad de cicuta. “No podré huir de su mirada aunque evada sus ojos. Allí estará siempre aguafuerte, caligrafía, guache, palabra”. Kim Minsu atisbó desde las columnas de la terminal un asomo hacia occidente, a Grecia, a Turquía, a la cuenca del Mediterráneo, al Bósforo, al Mar Negro. Se dio a la tarea de analizar las razones que lo invitaban súbitamente a pasearse por la idea de viajar hacia Anatolia. Todos los vectores lo condujeron al cristianismo, sobre todo a la Virgen, pero no a la bañada en lágrimas y sangre, no a la continuamente demarcada por el estigma del martirio, sino a aquella, demasiado humana, que fue a dar con sus huesos a un exilio ermitaño en proximidad al río Meandros. Paulatinamente Kim Minsu fue presa de entendimiento, recordó los relatos que había contado en la escuela un misionero peregrino que había venido a celebrar los actos marianos en su escuela, hacía ya demasiados años, en un caserío cercano a Taegu. Se había sentido muy gratificado con el honor de esa visita pues los católicos de Corea estaban fuertemente motivados por la reciente beatificación de setenta y nueve coreanos que habían sufrido suplicio durante la trágica persecución de la que fueron victimas a mediados del siglo diecinueve. Tendría apenas cinco o seis años y el asunto de los milagros se parecía a los cuentos de hadas que le leía su madre y a las historias mitológicas que lentamente le iban relatando las maestras en la escuela. Cohabitaban, en el imaginario de Kim Minsu, la Virgen María y la osa mítica, madre de los coreanos. En vano intentaban los maestros de catecismo, o las amigas de su madre, sacar del error al niño, recordaba ahora el hombre; pensaba en la Virgen niña jugando con un oso de peluche al que le contaba sus más recónditas fantasías, igual como lo hacía él, niño, a su vez, con un oso de trapo que le había confeccionado su madre para mantenerlo distraído durante las interminables semanas que duraba el invierno. Un día en que Kim Minsu había llevado el oso al colegio se produjo también la visita del misionero peregrino, quien al pasar cerca del pupitre del niño lo escuchó murmurarle al peluche acerca de la Virgen. Entonces, echando mano a su más pedagógica paciencia, sentó al niño en su regazo y le regaló una estampa. El niño le preguntó si la madre de Jesús había muerto joven, pues en ninguna parte la había visto jamás envejecer como le ocurría a todas las demás mujeres y el misionero le respondió que la Virgen María había llegado a vieja en una tierra fértil, protegida por San Juan. Kim Minsu soñaba despierto con esa tierra fértil allende. Y, aunque nunca misionero alguno le hubiera relatado los intríngulis de la división de la iglesia a causa de la ruptura entre oriente y occidente, ni la caída de Constantinopla, el funcionario coreano de la base militar estadounidense se pasaba intensas horas contemplando las pocas estampas de la Virgen que había logrado coleccionar, desde aquella primera que le había regalado el misionero en la escuela. Las comparaba y las diferenciaba, por un lado, los íconos ortodoxos y, por el otro, las ilustraciones de origen vaticano. Aquí una perspectiva que privilegiaba la santidad, allá otra que respetaba las proporciones virtuosas. Kim Minsu viajaba sólo con sus recuerdos, no reparaba en lo demás, pero tampoco se esforzaba por evitar a los demás pasajeros, pues habría sido inútil, siempre eran muchos, siempre lo rozaban, era mejor volcarse hacia adentro, hacia un sempiterno viaje a la vejez, la de la Virgen y hacia la suya propia. En eso andaba hasta que fue sorprendido ingratamente por una voz femenina que inoportunamente le dirigió la palabra.
—¿Qué hora es?, le pregunta la voz rozándole el oído con el aliento.
La inquietadora no halla eco ni respuesta tampoco al segundo intento. Kim Minsu no la escucha, no le responde, a pesar de que ha venido de tan lejos sólo para corroborarlo a él. La voz que lo increpa es la mía de escritora que me he estado imaginando a Kim Minsu desde mucho antes de decidir mi viaje a Corea; es una voz imaginaria cargada, no obstante, de tanta fuerza y veracidad que ensordece. Él sigue allí silente, barajando impávido imágenes de María. Las estruja, las contempla, las desgasta y dormita y cabecea, al igual que lo hacen todos los viajantes redundantemente cansados de apurar el paso en un país de cuarenta y tres millones de habitantes congregados en apenas noventa y ocho mil kilómetros cuadrados. Lo miro hasta devorarlo. Devotamente lo descalzo, lo despojo y lo desnudo, quiero detenerme en su ombligo y radiar desde allí su asiática constitución, su etnocéntrico orgullo, su portentosa lengua emparentada con la húngara, tanto por el común origen fonético como por su capacidad gustativa para consumir enardecientes y purpúreos picantes, pimientos, ajíes, rábanos y repollos. Pero por más que pruebe encurtidos, fermentados, disecados, asados, cocidos, abrasados; aunque someta mi paladar a la gran variedad de tallos, raíces, flores, semillas, ramas, hojas, pescados y mariscos, carnes y aves, moluscos y reptiles, grillos o larvas que comen los coreanos, jamás podré realmente penetrarles el alma. Mucho menos entender el inquietante vocablo Janymecheta que según he creído entender se hace pasar por inocente transeúnte de la vida diaria y desde allí asedia, hostiga, acosa a las mujeres. He venido a Corea a casarme con el hijo de un hombre impenetrable, uno de los tantos que reproducen automáticamente cuatro mil años de costumbres patriarcales a las cuales las mujeres se someten sin resignación, pero con entereza, convirtiéndose por antonomasia en vengadoras abuelas obligadas a devenir victimarias de sus nueras, a quienes hacen beber la hiel largamente fermentada en sus propias biografías, cuando a su vez hubieron de ser víctimas de sus suegras. Son ellas una y la misma persona, la suma de todas las melancolías, la síntesis de la tristeza colectiva, la superlativa exclamación del padecimiento femenino. La única válvula de escape de las mujeres, cuando se hallan al borde del cansancio existencial, ante el abismo y frente a la amurallada existencia femenina, consiste en derramar fonéticamente un suspiro viscoso y denso, pero incombustible e indestructible, cuya liberación resulta apenas momentánea pues enseguida se adosa a sus ya pesadas cargas. La extranjera que soy se siente mensurada por las abuelas y las madres, por parientas y amigas, siente que lanzan contra ella dardos y petardos. Cree ver en los desconocidos rostros de las ayumas malencaradas que pueblan todos los rincones de la existencia coreana, dueñas de todos los empujones y empellones, protagonistas de muchos altercados verbales y cargadoras oficiales de mucho reconcomio nacional, una reprobación fecunda, una malquerencia hacia todo lo desconocido, pero, sobre todo, hacia la alteridad. Las ayumas, esas mujeres demasiado jóvenes para ser distinguidas con el apelativo de abuelas venerables, pero ya viejas para procrear, llevan en el ceño el emblema de una rueca histórica, en la cual se hila en invisibilidad la tradición culinaria, la extracción agraria y una impermeabilidad a toda prueba. Llevan siempre apuro y van siempre cargadas, a veces con el peso de hijos, sobrinos, ahijados, las más de las veces con compras o mercancía que habrán de desplegar en alguna acera. Sacos repletos de cebollín, o jengibre, que limpian y presentan en poncheras de plástico, luego de arrancarles las hojas sucias o de limpiarles profusamente la tierra adherida. Las ayumas no conocen el ocio ni el descanso y ven con mala cara la fatiga, la pereza o la duda. Son capaces de estarse de pie durante interminables horas y luego se acuclillan en cualquier rincón para reponerse; se deben a los niños, dueños y señores del futuro, por eso son celosas de los vientres que puedan procrearlos; cómo podría esta extranjera enseñarles adecuadamente el uso de los palillos para comer, cómo sabría yo bañarlos prolijamente, asegurando que no queden vestigios de keratina en su piel, cómo sabría una madre occidental prepararles bocadillos apetitosos, nutricios y oportunos, cuando no tuvo a su vez una madre de quien aprender. Bullo, las dudas me asaltan con la fuerza de aspas despedazadoras. ¿Y si estuviese equivocada? ¿Cómo sé lo que en verdad piensan o sienten las ayumas? Nadie las toma en cuenta en el subterráneo, ni siquiera las miran. Experimento un incontenible deseo de cederle mi puesto a una de esas señoras, de intercambiar con ella una mirada luminosa que me revele algo del oculto misterio que guardan recelosamente, o al menos compartir con alguna un suspiro de alivio ante la posibilidad de descansar y dejarse bambolear libremente, sin tener que sostenerse, sin el asedio de la multitud que, incesante, entra y sale de los vagones. Un segundo de lucidez me detiene, no tendría caso, al levantarme mi asiento sería pronto ocupado por la persona más próxima, sin distingo de sexo ni de edad y con la tácita aprobación de la ayuma sujeto de mi deseo contenido de establecer un vínculo, una complicidad, una pequeña rebeldía, un mínimo desacato. Sólo yo llevo a cuestas el peso de lo que supone una recalcitrante injusticia, sólo yo encarno la mirada externa sobre una realidad poco menos que impenetrable.
Vuelvo entonces a seguir inventándole una historia a mi ficticio Kim Minsu que se conforma con barajar las estampitas de la Virgen y evocar a sus dos hijas. Pero de pronto se percata de la proximidad de la extranjera, de mi presencia, y haciendo gala de un fluido inglés, abre para mí una compuerta. Sobre la antigua traba, tranca, estaca en forma de dragón de verdoso oxido heteróclito, se escucha el movimiento apalabrado de una llave maestra.
—Es mediodía –afirma Kim Minsu, como si nunca hubiesen transcurrido los interminables minutos que ha tardado en responderme.
—¿Podríamos charlar? –repregunto.
—Diga –espeta resignado el hombre gentil, disimulando, hasta petrificarse, el fastidio, sinónimo infinitesimal de odio y de abominación. Odio a ser interrumpido por requerimientos sociales, por manierismos. Él y sólo él se reconoce la potestad de refugiarse en la cortesía para conjeturar, para no levantar sospechas, para que nadie se atreva a preguntarle nada, mucho menos sobre la nobleza de su odio. Porque en odiar se resume el devenir del aislamiento, la aparición en el horizonte del planeta concebido para entregarse por completo a la nada. No habiendo nadie cesa todo interés por el colectivo, toda reflexión ética y estética, todo volcamiento hacia afuera. Cesa también la palabra como medio de comunicación con los abominables terceros y subsiste únicamente para depurarse, para dirigirse al egocentro y luego, agotado el repertorio, desaparece del todo y le da cabida a la armonía del silencio, a la música ultrasónica. Odio como plano cartográfico para no perder el norte, para no dejarse distraer por farsas sublimes, por ínfimos desafíos, por falsas necesidades ajenas, como ésta, asomada por la forastera que le pregunta la hora sólo por romper el silencio y el tiempo, por dejar fluir lo ficcional como lo que es: antónimo de la nada y del vacío. Nada y vacío que al intentar llenar se hacen más profundos e imperecederos. Encaminado hacia la soledad, desaparecían del rostro de Kim Minsu los vestigios de lo humano. Junto con el odio, se le desintegrarían al unísono todos los sentimientos, incluyendo la palabra. Pero yo, que he venido de tan lejos a dilucidar cuánto entiendo y cuánto invento sobre los coreanos, yo, que les endilgo mi propia rabia contra las injustas invasiones extranjeras y les adjudico imaginarias biografías, no resisto la tentación de colmar mi insidia torpedeándolos con preguntas que ni siquiera sé si en verdad les formulo o si por el contrario obedezco a mi eterna afición a los diálogos imaginarios. Le pregunto pues, a Kim Minsu, a quien le he inventado nombre, biografía y odio, por el mero hecho de haberme sentado a su lado en el metro y porque ya he conocido bastante de Corea, como para conferirle verosimilitud a mis conjeturas, sí, ¿en verdad detesta a los japoneses y a los chinos? Dejo caer cada letra del sobreactuado interrogatorio como guijarros sometidos a erosión. Hago la pregunta perdida en una maleza de convencionalismos. Sin embargo en mi interés por la historia, no hago más que repetir el modo y la manera en que muchos visitantes suelen acartonarse en conversaciones forzadas.
—Los coreanos no odiamos a los chinos de ninguna manera –me respondo desde Kim Minsu– sería más que una deslealtad, una traición a nuestros orígenes y a nuestra cultura. No, nosotros honramos permanentemente la deuda patrimonial, bibliográfica e histórica; compartimos santuarios, doctrina y el legado de Confucio. En cambio, llevamos a cuestas el fardo japonés: la invasión, el abuso imperial sin que jamás se hallan excusado, sin que…
—Pero la división de Corea es harina de otro costal –interviene, sin ser convidado, un estadounidense rubicundo y desenfadado, a quien Kim Minsu y yo le endilgamos una depauperada mirada. Ya no habrá en adelante espacio para el diálogo, nada lo acaba como la descortesía y la intromisión, aún cuando también sea inventada, nada lo paraliza más que una violenta intervención. La mudez se espesa hasta adquirir la consistencia del mercurio. El yanqui queda cercado, tildado, estigmatizado, pero nada hace por disipar la cortina de humo denso y altamente contaminante con la que ha impregnado inexpugnablemente el vagón del metro de Seúl, tras lo cual lo abandona sin remordimiento alguno, en la siguiente estación. Zaherido, Kim Minsu regresa a su odio primigenio hacia los terceros, incluso aquél que padece a costa de los chinos, aunque sea capaz de hacer pronunciamientos elogiosos frente a incautos interlocutores. El enrarecimiento del aire hace resurgir en mí cierto temor asociado nuevamente con Janymecheta. Sospecho acecho, persecución, amenaza. El palpitar en mi aorta me delata. Sintiéndome evidenciada y en la mira de desconocidos y recónditos perseguidores pretendo camuflarme. Imposible asunto en un vagón en el que soy la única mestiza además de analfabeta y muda en idioma coreano. Kim Minsu retoma el hilo de sus cavilaciones filiales no sin antes dirigirle a mi condición de mujer aislada unas palabras de despedida: “Los coreanos que se fueron hacia occidente se llevaron consigo nuestras costumbres e idiosincrasia, aquellos que nos quedamos estamos siendo invadidos constantemente por las foráneas”.
La densidad del aire se convierte en nudo en las gargantas de los viajantes. Boqueando, jadeando, cada cual ficcioniza el futuro cercano. Una maestra de escuela, con su veintena de pupilos, lleva en mente el discurso que habrá de pronunciarles tan pronto se apeen en el museo de historia; la anciana inventaría mentalmente las provisiones que lleva en un bolso repleto, cuyas cinchas ase con una fuerza enrojecedora; un adolescente en estado ingrávido se menea al ritmo que emana de un imperceptible reproductor conectado a su oreja; a su lado dos chicos compiten en excentricidad, con mechas coloridas y gomina en el cabello. Faltan aún invaluables segundos para que en verdad sea mediodía, suficientes como para que Corea en pleno, las ciudades y los villorrios, las casas de familia y las oficinas ubicadas en los rascacielos, los marchantes en los mercados libres y los tenderos en los departamentales, hagan un alto general. A las doce en punto todo el mundo almuerza, no existe transacción bancaria ni comercial; no ha nacido pasión capaz de detener el clamor, el vigor, el ritual con los que los coreanos abordan el hecho de comer. Se les nota más nerviosos y más apurados en el metro, se apretujan y se agolpan por salir de él, por rendirse ante suculentos alimentos multicolores, o por ingerir frente a incontables ventorrillos callejeros los más variados platillos. Seúl entera huele a ajo. A ajo crudo o macerado, a ajo transpirante, a ajo contorno de barbacoas envueltas en hojas de lechuga y de ajonjolí, a ajo profuso en empanadas rellenas con cochino y cebollón, a ajo adorno comestible en sopas, sean éstas de pollo con jengibre o de pescado con achiote; a ajo en pasta de soya; a ajo encurtido para matizar bandejas de mariscos; a ajo a la brasa contraparte de delicados champiñones; a ajo oculto entre los infaltables platazos de arroz; a ajo rebanado finamente en el entresijo que provocan algunos alimentos tan ricos en proteínas como enojosos en contacto con el paladar. En fin, ajo y mediodía conforman sólo uno de los binomios culinarios, pues no habría almuerzo sin rábanos ni tampoco sin kimchi hecho principalmente con repollo, pero también con otras hortalizas y legumbres, fermentados mediante recetas centenarias, simultáneamente gastronómicas y profilácticas, pues no se escatiman propiedades. Los vegetales destinados a la preparación del kimchi se combinan en vasijas de barro oscuro y son profusamente rociadas con polvos de ají, sobre cuya procedencia debaten los catedráticos. Los hay quienes la atribuyen a la India y quienes sugieren que son originarios de mesoamérica. Además de dignificar ensaladas, humedecer y mantener frescos los mariscos que se cocinan ante los ojos expectantes de los comensales, se le atribuye a los rábanos crudos y generalmente rallados, características depurativas del sistema inmunológico tanto sanguíneo como respiratorio. Ajo, repollo, rábano y picantes se impregnan de los textiles, se apoderan del aire, se escabullen dentro de las pieles con fuerza aromática y con la ferviente convicción colectiva de un pueblo agrícola y sedentario, cuyo rito más venerado es el del matrimonio, base y sustento de la producción del kimchi, oficio que involucra familias enteras, desde la siembra y la cosecha de gigantes y saludables repollos, en invierno como en verano, pasando por la manufactura de las vasijas para el almacenaje y el debido transporte. Kimchi, consigna y heraldo de un pueblo vigilante del colesterol y de los triglicéridos, de la diabetes y hasta del Sars. Sin que los coreanos pontifiquen sobre las virtudes de su alimentación baja en grasas, en azúcares y en harina de trigo, sus propiedades trascienden fronteras. Aún antes de desembocar en Seúl, la exultante nómada occidental, la que anda descubriendo la Corea de su pretendiente, para decidir si se compromete con él en una vida conyugal a la manera coreana, había probado con deleite el bul go gui y el Dol sot bi bim bab en un restaurante coreano de Filadelfia. Lo recuerdo ahora, mientras avanza el metro. Me había resultado muy exótico combinar tantos sabores, como el del aquel arroz servido en una olla de barro directamente del horno en el que los granos al tostarse creaban una costra crujiente deliciosa en el fondo, mientras que en la superficie diversos vegetales se enroscaban en los palillos de madera primero y en la cuchara después para agregarle aún más sabor, mayor textura y colorido. Durante aquella comida, la solícita mesonera nos observaba todo el tiempo, sin incomodarnos. En su discreción y en su diligencia no había más intención que la de causar aún mayores sensaciones gustativas, pues un momento antes de que nos comiéramos todo el arroz, vertió sobre los restos un caldo de algas, convirtiendo el contorno en sopa mayestática. Aquella vez habíamos bebido cerveza Cass importada y de pousse café So ju, el cual con sus ligeros catorce grados de fuerza etílica, había logrado enaltecernos aún más el agrado y el buen humor. Sin embargo ahora, en Seúl, yo, la extranjera, añoraba la más convencional de las comidas occidentales, moría por una hamburguesa, por un sándwich, por una pizza, y preferí andar unas estaciones más, incluso haciendo dos cambios de andén, con tal de ir a comer a “La Tavola” en Itaewon, el barrio más concurrido por la comunidad extranjera de Seúl. En la línea cuatro del metro, las paradas se anuncian en coreano y en inglés, las pronuncia una voz entrenada para alivianar la populosa afluencia de continuos tránsfugas que recorren el subsuelo diariamente como diligentes termitas devastadoras de todo lo comestible y de cada resquicio habitacional, recreativo, laboral. La voz funciona como aquellos despertadores que se programan únicamente como medida de seguridad pues un cuerpo entrenado a despertarse cada día a la misma hora obedece al comando sin necesidad de advertencias. La voz indica también de qué lado del tren ha de ocurrir el apeo. De manera que al llegar a la estación de Itaewon, emergí a la superficie en busca de sabores conocidos, en franca huida de los aromas del almuerzo étnico local, lo más lejos posible de repollos y de rábanos, del ajo y de demasiadas saludables verdolagas. Paseé entre vendedores ambulantes y anticuarios manoseando ábacos y estatuillas de buda en todos los formatos posibles. Descarté la múltiple oferta ambulante de calamares abrasados sobre piedras de río y me negué a comprar souvenirs. Palpé textiles, calzados y cueros orgullosamente “made in Korea” pero ni aún así logré amainar el miedo de toparme con Janymecheta. Miraba continuamente por encima de mi hombro sólo para constatar sin alivio que nadie se ocupaba de mí. Le había pedido a mi novio que me dejara almorzar sola, deseaba deambular y no estar constantemente apadrinada. Deseaba confrontarme con la realidad verdadera de una patria que no sabía aún si podría adoptar, mucho menos ahora que andaba presa de cierto pánico. Me di a la tarea de racionalizar mi pavor. Había escuchado de Janymecheta la víspera, cuando, cenando con mi novio en el foyer del hotel Hyatt, los comensales de la mesa de al lado hicieron la referencia como si hablaran de un personaje escapado de las crónicas rojas. Le decían los hombres a las mujeres que si no querían convertirse en sus víctimas debían marcharse de Corea antes de que transcurriera el ciclo de la luna creciente, a lo que ellas contestaron con un mohín evasivo algo que no logré escuchar pues en ese momento llegaban al lugar dos de los más altos ejecutivos de la empresa transnacional que contrató a mi novio y por la cual habíamos regresado a Seúl luego de casi un lustro de estudios y pasantías en Filadelfia y Chicago. Había logrado, durante la cena, contener mis inquietudes y mis preguntas, me había limitado a sonreír permitiendo así que los hombres se explayaran en cifras y proyecciones, en cálculos y estadísticas, en frases subordinadas al epicentro asiático y ocasionalmente a elogiar las exquisitas vieiras o las extáticas ostras que conformaban el entremés. Fue entonces cuando decidí pedirle una tregua de soledad a mi amado. No me atreví a preguntarle a él sobre Janymecheta, preferí averiguarlo sola, probar suerte, confrontarme, soslayar todos los miedos que tenían que ver con las diferencias culturales, semánticas, fisonómicas y que me anunciaban quedamente una imposibilidad amorfa y catastrófica que yo contraponía, enamorada, a mi determinación de paciencia, tolerancia y tenacidad, las tres virtudes que consideraba imbatibles, los tres tipos de pilares, dóricos, jónicos y corintios, sobre cuyas bases eclécticas pensaba que podría edificar el futuro. Sólo que en esos cálculos no había previsto la súbita aparición de fantasmas, de peligros y acechanzas, de incongruentes e indescifrables magnitudes. Ahora, caminando por Itaewon, atravesando la avenida, cuyas aceras estaban plagadas de vociferantes vendedores ambulantes con la boca llena de batatas fritas en tiras, con patitas de pulpo entre los dientes, con aliento de ajo, de kimchi, de rábano y luciendo variados modelos de chaquetas de cuero y cabellos impregnados con laca para mantenerlos erguidos en forma de pinchos, temía toparme con Janymecheta. Un miedo amarillo se entretejía con los hilos de saliva que inundaban mi glotis a causa de los olores; un miedo violeta me aprisionaba el vientre haciéndome confundir los retortijones menstruales con fantasiosos maltratos físicos proferidos por extrañas, invisibles y alevosas manos. Iba al restaurante “La Tavola”, me dirigía hacia lo conocido, había estado allí hace poco, con amigos, ocupando una mesa ecuménica y multicultural. Habíamos saboreado antipastos italianos mixtos. Antoine, el encargado, se había ocupado personalmente de que no nos faltara aceite de oliva ni queso parmesano para darle sabor al pan. Bebíamos cerveza Cass, como lo habíamos hecho en Filadelfia, y nos solazábamos con los actos de magia que un profesional realizaba con destreza y humor, con cartas y monedas, con pañuelos y globos, con maña, con picardía. El mago habría de ser seguramente francés a juzgar por su manera de pronunciar el inglés arrastrando las eres y acentuando las últimas sílabas de cada palabra; haciendo más sonoros, más musicales los verbos auxiliares, remedándose a sí mismo, hacía recordar las dificultades que asolan a los estudiantes franceses todos los años en el trance de presentar los exámenes de inglés para obtener el título de bachilleres. Mientras duró la actuación del mago, el pianista liberaba la tensión de sus dedos entumecidos por el estrés que le producía saber que nadie apreciaba su trabajo y que, peor aún, debía reemprenderlo tan pronto como desaparecieran los aros de humo que formateaba entre sus carnosos labios y que ascendían hasta mezclarse con las partículas lumínicas que se desprendían de unas lámparas art deco que alguna arquitecta tan transeúnte como él había mandado a comprar para acondicionar “La Tavola” a un estilo que resultara acogedor para el contingente de expatriados y diplomáticos que se congregaban allí, en ese restaurante pseudoitaliano pero de ninguna parte, en busca de solaz identidad. Allí habían estado, esa noche, en otra mesa contigua, dos empresarios hoteleros australianos divinamente complacidos en compañía de dos jóvenes asiáticos. Fluía entre las dos parejas una confortante lubricidad; reían, brindaban, chupaban y sorbían conchas de mar y caracoles, aspiraban largos fideos impregnados de albahaca, teñían sus lenguas con purpúreos mostos; declinando los postres, los adultos los suplantaban esmerándose en edulcoradas caricias faciales, los rostros imberbes e inmutables de sus acompañantes despertaban en ellos conspicuas provocaciones. En cada mesa transcurría una pequeña comedia occidental. En la de la esquina más recóndita, un diplomático centroamericano ovillaba en su lengua un léxico festivo de palabras domingueras y con falsísimo donaire increpaba a un interlocutor dominado y a un testigo aburrido, ambos diplomáticos pero de menos jerarquía; el primero, argentino, amagaba sus profundos prejuicios etnocéntricos mientras el otro, mexicano, se conformaba con mantener una imperturbable cara de póquer la cual se exaltó al probar el plato principal, exclamando, desilusionado y peripatético: “¡Qué chingada, la próxima vez comemos tacos y enchiladas, los ingredientes ya están en valija…!” Los decibeles mexicanos llamaron la atención del mago francés, quien con ánimos de practicar el escaso castellano que había aprendido, probablemente con una novia española, gritó a todo pulmón: “Oye tío, no seas cachondo”. Los tres latinoamericanos respondieron a la provocación pasándole el brazo al mago, armando con él un círculo de risas y carcajadas que ni los demás comensales ni el pianista tomaban en cuenta, pues allí, en “La Tavola”, toda excentricidad era norma. Si no, hubiera sido impensable que en la mesa del centro, una pareja ventilara sus problemas personales al desnudo, se insultasen en cascada, se reclamasen airadamente valiéndose de toda la retórica grecolatina, de todo el histrionismo empleado en los soap operas televisivos y en todos los folletines psicodramáticos, sin impedir que, al concluir la cena, se marchasen abrazados y que, abrasados, saliesen tras ellos los empresarios australianos y sus acompañantes. Voy recordando la grata cena con amigos en “La Tavola”, mientras llego nuevamente al restaurante, pero antes me detengo unos minutos ante la recepción del Hotel Hamilton porque quiero preguntar los precios y las condiciones para hacer uso de los famosos baños públicos coreanos, famosos también por los masajes. La encargada masculla como respuesta que el servicio completo cuesta cien mil won y yo, haciendo un enorme esfuerzo por traducir del inglés al inglés, entiendo one hundred thousand one. Doy las gracias: kamsa ham ni da y sólo cuando emprendo la subida a “La Tavola”, por las escaleras aledañas, caigo en cuenta del juego de palabras: Won es la moneda local y no suena diferente cuando se nombra en plural, no se escucha wons ni wones, de manera que se confunde con one, como si todas las cosas costaran su precio más una unidad. “Ten thousand won” cuesta una pareja de patos tallados en madera, símbolo de fidelidad conyugal en Corea, “fifty thousand won” la réplica de Maitreya, el Buda del futuro, setecientos won el pasaje de una vía en metro. Antoine no está, tampoco el mago ni el pianista, ni siquiera los manteles. Con la luz del día, “La Tavola” parece una simple pizzería, sólo los precios siguen siendo los mismos. Tomo asiento en la barra y pido un refresco, me apetecen burbujas heladas. He perdido el apetito, cavilo. Mi prometido, Moon Seoknam, adquiere peso y consistencia, ¿qué implica casarse? No se puede regresar hacia donde nunca se ha pertenecido. ¿Amar?, ¡qué improperio, qué veleidad! Sí, Moon es piel tersa y tez desbarbada, anhelante exotismo, excitante diferencia. Cuando nos conocimos, hubo en ello un apéndice novelesco, en cada abrazo un retazo de filmografía, escenas congeladas en un Viet Nam afrancesado, de una Camboya apolítica, de un Japón de ficticias geishas. Vi en sus ojos rasgados el potencial de una mirada curva, el prisma desintegrador del espectro luminoso. El roce con su piel tuvo en mi un efecto de curiosidad desmedida, parecía lubricada, reptil, poseedora de una resbalosa sapiencia, escurridiza materia extendida sobre un cuerpo diferentemente proporcionado. Y, luego estaba allí el idioma, la domesticación de la lengua, la sanguinolenta pronunciación de la letra ere, la efe devenida pe, la ve nunca más labiodental. El discreto encanto de un budismo introvertido, de una religión que no practica el proselitismo. Visualizaba más allá de todo límite un dolor desbordado, me resultaba imposible renunciar a él. Romántica, me coloco el recuerdo del hombre en los hombros. Sí, a cuerpo entero sabe él volcarse en cualquier turgencia mía, enroscarse en el agujereado límite que clausura mi clavícula, anidarse. No siempre había sido así. Al principio sólo había en él técnica e imitación, era un amante limitado, lo más parecido a un autómata con manual de instrucciones traducido a varios idiomas, a un robot polivalente con pilas recargables. La sensibilidad le llegó también por imitación. Al principio, a fuerza de ver películas, supo ajustarse al gusto occidental, mas con el tiempo fue seducido con palabras tangibles. Las que yo pronunciaba en éxtasis se le fueron convirtiendo en elixir, en deseo de escucharlas, en creatividad y placer. Luego, aprendió él mismo a expresarse, convirtiéndome en adicta a sus deseos y de sus exclamaciones. Así construimos juntos ese castillo que ahora pretendíamos mudar hasta Corea. Algunos ladrillos se hacían chispas al removerlos, perdían la argamasa, el viento helado y ambarino se llevaba el polvo hasta un más allá colmado de incertidumbre; un residuo se filtraba entre los vellos nasales haciéndonos carraspear afónicos argumentos. Afónicos eran, entonces, también sus gemidos eróticos, la erosión hacía lo suyo, cuando, hacinados en un pequeño cuarto en la casa materna de Seúl, pretendíamos reproducir nuestros juegos amorosos, en el piso por cama, sin libertad gesticular y con importantes decisiones a cuestas. Por la mañana, al lado de la sopa de algas y del arroz del desayuno, encontramos un infecundo esfuerzo sin saber si recobraríamos alguna vez la dinámica de un antaño tan cercano. Por mis lecturas deducía que no. Haber estudiado historia de las religiones como una de las materias electivas en la universidad me servía ahora para dudar. “Las mujeres figuran siempre impuras, siempre inferiores, siempre relegadas y deben aceptar su suerte con dignidad y resignación” recordaba ahora, en “La Tavola”. Me había impactado el tema ya antes de conocer a Moon cuando había escrito una tesis sobre el papel de la mujer en el budismo. Me palpitaban las sienes al recordar el momento en que había hecho gala de mis investigaciones frente a jocosos compañeros de estudios. Según algunas versiones sobre las enseñanzas de Buda existen cuatro tipo de mujeres, las había enumerado entonces y lo recordaba ahora: “Aquéllas que se enojan fácilmente, cuyos estados de ánimo resultan veleidosos y que además son avaras y celosas frente a la felicidad ajena e impiedosas ante su padecimiento; las que comparten con las anteriores la avaricia, los celos y el mal humor, pero no son envidiosas y demuestran al menos interés por quienes sufren. En tercer lugar, aquéllas que logran controlar la envidia, los celos y la avaricia, pero no demuestran simpatía alguna hacia los problemas de los demás y, en último lugar, están las de mentalidad amplia, capaces de restringir sus bajas pasiones y de interesarse por los demás”. Aquella presentación frente a estudiantes libérrimos que apoyaban el feminismo y el aborto y que, por supuesto, practicaban el amor libre conquistado para ellos por sus propios padres, cuando a su vez habían sido estudiantes, había producido los más sonoros cuchicheos cuando de seguidas me tocó exponer el código budista de la mujer casada: “La mujer desposada debe rendirle honores a la familia de su marido, debe estar preparada para servirla y ayudarla. Debe respetar a los maestros del esposo, pues sin sus sabias enseñanzas no sabría vivir como ser humano. Debe cultivar la mente para poder entender; auxiliar al esposo en todas sus necesidades y aprender a administrar los bienes conyugales de manera que no sean malversados ni derrochados. La relación entre el hombre y la mujer no fue concebida estrictamente para su conveniencia, tiene un significado mucho más profundo que la mera asociación de dos cuerpos en una casa…”. Casa, casa, casa, la palabra crecía engañosa, se ensalivaba, ganaba cuerpo y volumen, se desbordaba en sonoridad, se volvía icono, emblema, escudo, solución. Mudarse solos, convertir el hogar en país, en patria. Revivía un gran sueño emblemático, revestía de salvoconducto aquel arquetipo esencial que le hace creer a las mujeres en la gran promesa del nido único, diferente, especial. Casa propia, leyes propias, un Estado fundacional en el que no se repitan los problemas del pasado, ni los altercados familiares, ni las desavenencias conyugales, ni las culturales. Una casa desde la cual partir cada día a la conquista del mundo exterior y a la cual regresar con frutas y flores. Casa conjugada con amueblar, decorar, acondicionar, invitar amigos. Casa como antónimo de expatriación y de aculturación; casa amplia en la que quepan ideas y lecturas, cubiertos y palitos y donde puedan alternarse arroz y pan. Casa, hogar, territorio autónomo y soberano, cuya legislación absolutamente inédita y ágrafa crea lazos de equidad y justicia sobre todo por la vía tácita y que no conlleve sanciones impertinentes ni pena alguna. Refugio, guarida, palacio y catedral. Lucubrar me ha devuelto el apetito y además ha aparecido Antoine y con él un amago de conversación. Antes que nada aclarar dudas sobre el menú a una hora que ya no corresponde al almuerzo y con la proximidad de otra cena de negocios programada con los contratantes de Moon. Se decide una pizza y su sola mención retrotrae en la mujer que soy un estado de ánimo anterior al temor. Uno desde el cual inquiero: ¿Qué zona de Seúl considera usted segura para vivir, Antoine?
—Eso depende de muchos factores, señora. En primer lugar la vivienda es costosa en Seúl, luego tomaría en cuenta la distancia o las conexiones en metro para llegar a los sitios de mayor frecuentación: el trabajo, los estudios y cosas así. Lo mejor es contratarla mediante una empresa de bienes raíces y hacerse llevar por ellos. Pero ¿qué tiene en mente? ¿Un apartamento temporal en alquiler o algo más definitivo?
—Quiero un lugar acogedor para emprender la vida, una casa ubicada de tal manera que pueda hacer compras a pie, un lugar urbanizado y amable.
Aun antes de esperar la respuesta, advierto que peco de idealismo y de abuso de confianza, pero no puedo contener la avalancha ansiosa y continúo implorándole consejos a Antoine.
—Quiero además que mi casa esté fuera del alcance de Janymecheta. No quiero vivir permanentemente aterrorizada.
Antoine me mira compasivamente, jamás se le ha requerido nada semejante. Ignora los términos de la solicitud y me lo hace saber simulando una urgencia en la cocina. De allí regresa acompañado por una coreana medianamente bilingüe y me la ofrece como acompañante durante el almuerzo para que le consulte a ella mis dudas. Avergonzada intento zafarme, pero la coreana posee condiciones balsámicas. Juvenil, jocosa y desmedidamente servicial, le solicita permiso a Antoine para acompañarme a buscar el idílico escondite, el hogar ideal, la fábrica de felicidad que toda mujer anhela. Dichas por ella, por Yoo-jung, las palabras suenan como canicas ingrávidas. Yoojung carece de edad y, si acaso algo la aqueja, es un secreto tan bien guardado que ni ella misma lo recuerda. Ríe y oculta entre sus diminutas manos la cadena de dientes que le confieren a su rostro aún más juventud, aún más alegría, aún mayores ímpetus para reírse. Ríe porque celebra la textura de mi cabello rubio, ríe porque en el intercambio de miradas ha hallado combustible para alimentar un precario diálogo. No alberga su risa sorna ni burla, la sucesión de entrecortadas carcajadillas crea una atmósfera de complicidad que excluye a terceros. Antoine lo entiende y lo agradece. No logramos, ni siquiera entre las dos, acabar la pizza, pero ya andamos, agarradas de la mano, a la búsqueda de un futuro de proyectado final feliz. Comenzamos la exploración en un barrio cercano, Jevanchon. Allí viven muchos extranjeros por la proximidad de bares y restaurantes, una especie, a la coreana, de Soho, Quartier Latin y calle Halsted de Chicago. Mientras precariamente prefiguramos lo que pretendemos encontrar, literalmente tropezamos en medio de las calles con antigüedades, con trompetas, romanas, relojes y tocadiscos en los que la emblemática figura del fox terrier pelo liso, y obediente a la voz del amo de la RCA Victor, se yergue aún con cierta arrogancia, a pesar del tiempo transcurrido desde la implantación de los discos compactos en sustitución de los de vinilo. En compañía de Yoojung, yo, la extranjera observadora y racionalista, gano arrojo. Vamos pues tocándolo todo, lanas, sedas, algodones, vasijas y cobres. Hacemos alto en una casa de cambio, en la que un hombre sentado en un piso elevado a la altura de una ventanilla cuenta alternadamente billetes coreanos, europeos, estadounidenses. Con casi ciento veinte mil won en el bolsillo reemprendemos nuestra saga. Las calles se van tramando, las pendientes pronunciando y sí, aquí y allá se escucha una voz en inglés y aún más allá en francés, el primero a ratos teñido de hindú, el segundo de antillano; acendradas o contaminadas, las lenguas foráneas que se escuchan son apenas ínfimos fragmentos, sutiles pinceladas fonéticas de los lugares remotos de donde proceden. Acaban siendo a los oídos de los transeúntes someras exclamaciones, muletillas universalizadas a través de las películas estadounidenses o australianas o hindúes. Otra cosa muy distinta ocurre con el castellano, porque éste que resuena no proviene de España. ¿Si no, de dónde? ¿En qué zona hispano parlante se canta al pronunciar? Son tres los que confunden en su hablar el exagerado diminutivo que emplean los chilenos con el desmedido superlativo que vocalizan los venezolanos.
Pasear entre la multitud que habita Jevanchon resulta exótico, Yoojung me hace probar bocadillos deliciosos, la fruta del caqui disecada, el dulce de batata y, para matizar, te verde, pero los únicos sabores que degusta mi lengua son los del idioma latinoamericano que me explota en el paladar con una fuerza telúrica. Los que hablan el idioma que mejor entiendo desaparecen constantemente entre la multitud y reaparecen en la próxima bocacalle. Mis oídos los pierden de vista, mis ojos los ven ascender por una calle ciega. Yoojung me ofrece más té verde. Muy pronto las propiedades del bebedizo aceleran, hasta el grado de urgencia, nuestro deseo de orinar. Aunque en Seúl se encuentren letrinas públicas en todas partes, esta vez se encarna en nosotras la excepción. En la cima de lo pintoresco no nos queda más opción que escoger al azar alguna puerta, vencer cualquier prurito y rogar acceso al excusado. Contagiada con el buen humor de Yoojung, hago varios intentos fallidos por encontrar aquélla detrás de la cual puedan estar las voces latinoamericanas, aquellas a las que les acabo de robar para mi deleite, frases entrecortadas. Al borde de toda contención posible, la premura nos conduce finalmente a una casa desde cuyas ranuras trasunta gran confusión de ritmos y tambores, el taquititaqui incesante suena como invitación, allí estamos moviéndonos jocosamente para entretener nuestros esfínteres y nos reímos como niñas ante la travesura que sería entrar en tropel tan pronto nos sea abierta una rendija para ganar sin excusa el alivio, pero no nos atrevemos a tocar el timbre. Finalmente Yoojung da al traste con todos los prejuicios que colocan a la mujer oriental en el pináculo de la timidez o del recato y en un gesto de deliciosa simetría golpea la puerta con la mano derecha mientras con la izquierda cubre su boca ligeramente amoratada por la adrenalina y engrandecida por la risa. Reír y bailar nos permite ganar los pocos segundos que aún podemos aguantar sin orinar, pero también transcurren sin respuesta. El mundo entero se entuba en una uretra, la memoria contrae cistitis, ínfimas y dolorosas moléculas urinarias reflotan en el instante, las vejigas a punto de eclosión causan un dolor extraordinario, la palidez de Yoojung se vuelve transparencia, mi desesperación, lágrima mingitoria. Una intensa punzada me coloca frente a la sorpresa del que al abrir la puerta da instintivamente un salto para proteger la entrada. La urgencia habla sola, es repetitiva y bisilábica, sólo: “pipí pipí pipí”. Así fuimos salvadas, en el último instante, por un hombre risueño que atropelladamente dijo en español llamarse Víctor y añadió mediante gestos estar dispuesto a ayudarnos en todos los aspectos colaterales del incidente escatológico; no le faltó gentileza ni velocidad para suministrarnos algunas prendas de vestir de recambio. Salimos del baño hermanadas y dispuestas a asumir el escarnio público. La música seguía a todo meter, allí, risueños y desenrollados estaban las otras dos personas que nos habían visto entrar en tropel. Allí estaba, como si nada, bailoteando, conversando, fumando, el trío de latinoamericanos que mis oídos habían estado persiguiendo en todas las bocacalles de Jevanchon. Allí estaban los tres, inmutables en su buen humor y dispuestos a enseñarnos nuevos pasos de merengue y de salsa. Hacían preguntas totalmente ajenas al incidente y ensayaban, en inglés y en coreano, ambos pobremente pronunciados, toda clase de invitaciones a quedarnos. Yo no sé muy bien en qué momento preciso fui presa de familiaridad. Como si gran parte de mi pasado hubiese trascurrido en esa casa, supe inmediatamente adonde encontrar la cocina y los enseres para preparar un café, supe contarles fluidamente en castellano que andábamos por la zona en busca de un apartamento para mudarme con mi futuro esposo coreano y el dueño de casa me presentó a sus amigos con profuso lujo de detalles. Rodrigo era escultor, como él, pero de tendencia diametralmente opuesta a la suya y chileno; la mujer era argentina, curadora de arte. Luego dijo nuevamente llamarse Víctor y resultó ser venezolano, como yo. La coincidencia le fue debidamente explicada a Yoojung en un inglés más gestual que hablado y desató en ella un risilla nerviosa e incontenible. Mientras más intentaba el grupo hacerla sentir cómoda, tocándola, ofreciéndole cerveza, café, ron y parafraseando gentilmente cuatro o cinco palabras en coreano, tratando de saber algo sobre ella, más se fue ovillando, hasta convertirse en ausencia aún antes de partir apurada. Antes de desaparecer, me dijo que podría encontrarla siempre a través de Antoine y yo me quedé embrujada por un entorno memorial. Quedé instalada en los años setenta, atrapada en un debate entre el arte figurativo y el cinético, en la búsqueda de una ubicuidad espiritual debidamente aceitada por las enormes posibilidades económicas y tecnológicas presentes en el vientre de uno de los cuatro tigres asiáticos. Ni siquiera la huída de Yoojung me hizo tomar conciencia del paso del tiempo real, qué más daba el segundero cuando había ingresado al espacio ficción. Uno que valiéndose de la realidad despliega aristas tan verdaderas y absolutas que sustentándose en multiplicidad de detalles dan fe y testimonio de autenticidad.
Cuando habla Rodrigo ocupa por completo el campo magnético, sobre todo al referirse a los valores intrínsecos del granito. En esa piedra, materia prima de muchas de sus piezas escultóricas y principal, recurso natural de Corea, ha encontrado este hombre de Atacama la porosidad y la energía para reproducir en proporciones trigonométricas las figuras paradójicamente aéreas y biológicas que ocupan sus días y que serán en breve expuestas en un hotel de cinco estrellas en Taegu. Sus noches no, el motivo de su desvelo es mucho más introvertido y simbólico, cuando todos duermen deja reposar su cincel junto al esmeril mecanizado y prefiere escribir y dibujar. Lleva sesudamente un diario pictórico en el que plasma sus observaciones y sus reflexiones. Víctor aguarda impaciente el turno para exponer lo suyo, una mirada muy otra en la que resume multitud de ángulos en el empeño de crear una ilusión óptica que simule el movimiento perpetuo. Víctor sueña con desarrollar prolijamente sus maquetas, convertir en enormes visiones tridimensionales sus experimentos de laboratorio, desarrollar en vidrio, aquello que ha logrado construir en acrílico, conquistar grandes espacios públicos y superar las limitaciones de los museos. Escribir no, hablar y hablar hasta conseguir en el interlocutor un mínimo asentimiento. Hablar y hablar procurando alguna seducción. Hablar y hablar aunque con ello atropelle el idioma hasta inferirle heridas graves. Entre frase y sentencia una cerveza Cass, entre oración y pausa la intervención de Camila, la curadora argentina, agregando más modismos que conceptos, exigiendo más precisiones de las que aporta y ofreciendo tácitamente su piel avellanada en complemento a la combinación de feldespato, cuarzo y mica que tanto preocupa a Rodrigo.
—Tan pronto como clausure la exposición de Taegu, quiero hacer mi tercera incursión en la India, completar mis visiones de Shiva, desentrañar en trazos toda superstición posible y plasmar únicamente lo sustantivo. Retroceder hasta el antes de la era de la razón, de la causalidad, del principio de acción y reacción, hasta el antes del valor de cambio.
Las disquisiciones de Rodrigo sufren la irrupción de Camila temerosa de perder a Rodrigo a manos de los dioses:
—Pero primero tenés que concluir la serie de dibujos seulitas, porque en el Museo Latinoamericano los queremos exponer antes de fin de año.
—No hermano –desaviene Víctor– tú lo que estás es loco, bájate de ese cielo, lo que tenemos que hacer en montarnos en un billete para poder asegurar la producción del año que viene. Cuando termine la exposición lo que tenemos que hacer es lograr que cada una de las quince, o cuántas, embajadas de los países latinoamericanos nos paguen unos setecientos dólares para la construcción de una pieza conmemorativa de la presencia cultural de nuestros pueblos en este lado del mundo y hacer una tremenda escultura en una plaza pública, de allí nos puede quedar un dinero para invertir en obras. Y eso no lo vas a hacer parándote en esas poses yogas y meditando. Además, y respetando nuestras diferencias conceptuales, primero montamos juntos la exposición de Taegu, después montamos las maquetas que le vamos a presentar a las embajadas y si se nos da el proyecto montamos la escultura grande, entonces con los reales podemos abrir una galería de artistas latinoamericanos y vendemos porque aquí hay mucho billete. Aquí hay muchísimos coleccionistas con bastante real, sólo hay que contactarlos. Camila se puede ocupar de los catálogos y tú y yo, hermano, de contactar a nuestros amigos artistas. Yo conozco a un coreano que estaría dispuesto para el proyecto.
Corresponde a Rodrigo interrumpir el acelerado pragmatismo de Víctor:
—Pero yo no soy comerciante, lo que soy es artista, y lo que quiero plasmar es el alma.
—¿Qué alma? –refuta Víctor– la de los hindúes que la plasmen ellos, está bien que tus esculturas involucren tus sentimientos y tu filosofía pero no me vas a negar que hay alma incluso en el cinetismo. Yo reconozco que casi todas mis obras tienen un título, como si fueran figurativas, y que eso está reñido con los principios teóricos, pues se supone que en arte cinético los títulos no pueden ser nada evocadores. Pero yo en arte hago lo que me da la gana; en política digo lo que me da la gana y hago el amor como me da la gana. A mi qué carajo me importa lo que la gente diga.
En Víctor se ha desatado una bioquímica incontinencia verbal, mientras Rodrigo más tiempo aguante el aire en el alto tórax, más bañará en adrenalina sus conceptos anárquicos que enaltecen, entre otros, las virtudes del populismo para favorecer a los pobres en América latina. La sureña aguarda un resquicio para introducirse, no ha estudiado durante cinco años en la universidad para callar. Tras su consabida frase de “sos un boludo, che” marca el comienzo de una interminable perorata sobre las diferencias sustantivas entre el populismo en Argentina y en Venezuela y entre sus respectivos exponentes, Perón y Chávez. Rodrigo hace un cambio de aire y lentamente readopta la posición de loto en la alfombra de alpaca, que él mismo trajo en ristre desde Perú para regalársela a Víctor.
—Transcurren por delante de la ventana los vestigios del nadir.
—¿Los qué?, me interpela Víctor, pues parece que he perdido el control de mis pensamientos y que los expongo en voz alta.
Rodrigo me lo confirma repitiéndome algunas de las perlas que he estado pronunciado sin siquiera darme cuenta, que si “la identidad no es más que una insegura trinchera en la que se refugia el hombre para espantar las balas mortales que le dispara la soledad desde la inteligencia” o que “el antónimo de la felicidad no es la tristeza sino el conocimiento” o aún esta: “el acceso masivo al conocimiento conduce a la banalidad”. Yo no recuerdo haberles hecho partícipes de tales aforismos, pero tampoco me avergonzaría pues no existe en el espacio de las especulaciones entre latinoamericanos lugar para ningún bochorno, todo vale, incluso esto de irme quedando y quedando en este limbo sin temores, en este lugar parlanchín chin chin rociado con cerveza y ron en donde permanentemente se reacomoda el mundo por la pura fuerza bruta de la palabra. Aquí nos igualamos todos en el derecho a opinar sobre cualquier cosa.
—Decime, che, ¿vos pensás que el conocimiento da tristeza, como se lee en la Biblia: “…bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos será el reino de los cielos? Pero mirá que sos boluda…”, restaña la argentina con el evidente propósito de atraer la atención de Rodrigo. Pero su intención crea en éste, por efecto boomerang, todo lo contrario.
—Tu ¿a qué le tienes miedo?, me pregunta Rodrigo.
¡Oh noche seulita desordenadora!, se multiplica en nosotros la huída, hemos olvidado el pasado inmediato para sumergirnos, tan lejos, en una adolescencia omnipotente. Nosotros, latinoamericanos atrincherados en un apartamento, reproducimos nuestras carencias y viajamos en el tiempo y en el espacio hacia la hormonal juventud de nuestros países y yo no caigo en cuenta en que he plantado a Moon, sino que me solazo en la esterilidad de un barranco etílico con otros soñadores subtropicales y me adentro en las coloraturas de un castellano chileno, de un español argentino y de los modismos venezolanos que nunca llegué a olvidar pese a las vueltas que he dado por el mundo. Nada en derredor luce coreano, hasta que Rodrigo hace nuevamente mención de Taegu y mirando el reloj, asegura que faltan menos de dos horas para salir hacia la terminal ferroviaria.
—No tengo maleta ni pasaje ni nada –digo exageradamente preocupada para evitar responder sobre el miedo– y sé que para viajar en Seúl hay que reservar con antelación, me lo ha dicho mi novio.
De ese modo abrupto regresa Moon a mi memoria y con él toda clase de remordimientos. Lo he dejado plantado y seguramente inquieto. Pero Víctor ha decidido canjear mi cerveza Cass por un irreprimible ron venezolano y ya no puedo hacer nada. Las distancias en Seúl se miden en tiempo y no en kilómetros; por tan alta densidad de población, los embotellamientos urbanos abarcan la ciudad entera, jamás llegaría a ninguna parte en taxi a esta hora pico; la estación del metro más cercana queda a quince minutos de caminata rápida y además yo ando vestida de Víctor por culpa de mis esfínteres. Echo mano temblorosa al teléfono e intento ubicarlo por su móvil, yo-bo-se-yó escucho su voz coreana grabada y la mía queda en el acto paralizada. Antes del segundo intento hago un ensayo general, para lo cual me refugio en la sala de baño, le voy a recordar el trato de independencia que hicimos, me digo, deshaciéndome en muecas frente al espejo, le voy a pedir confianza, sí, un voto de confianza, en dos días estaré de regreso y con la decisión que espera de mi tomada. Le voy a pedir que se cuide mucho. Le voy a desear suerte en la reunión de esta noche. Le voy a rogar que me justifique ante su madre. Sí, la libertad y la soledad son hermanas siamesas y vale la pena vivir en el esfuerzo por separarlas. Ah, vuelvo a los aforismos, pero esta vez el espejo me arroja la evidencia en la cara. Me voy de todos modos, me digo desafiante y casi grosera, me lo digo también con el espíritu rebelado, con arrojo juvenil, con desenfado, permitiéndome la malacrianza. La de este lado del espejo, la arrebatada, se va de rumba con nuevos amigos a la ciudad de los boticarios alternativos; aquella otra, la del otro lado del reflejo reprueba con hiriente mudez. No contenta con darle la espalda, me devuelvo y en un inesperado gesto mío, pretendo borrarla aventándole un vaso de agua. Ahora sí estoy lista para dejarle a Moon un mensaje claro.
El teléfono repiquetea y nuevamente escucho el yo-bo-se-yó impersonal y electrónico y luego una invitación en inglés a dejar un mensaje grabado después de escuchar el tono. Lo hago: “amor mío, luego te explico, estoy bien, me voy por dos días hacia el sur, necesito pensar, no te preocupes, suerte, te amo”. No recuerdo bien si esto fue lo que dejé grabado ni en qué tono, pero me siento muy aliviada. Para nada me preocupa el no tener pasaje ni móvil ni coartada para un viaje totalmente fuera de contexto, mucho menos Janymecheta. A mi salida del baño, todas las piezas del rompecabezas caen en su sitio con extrema facilidad. La esposa de Víctor le advierte, también por teléfono, que no podrá ir a Taegu, que intente vender el boleto en la terminal, dice que le ha salido trabajo adicional en la oficina y que no puede declinar la responsabilidad. Él le responde con pasmosa naturalidad que no se preocupe y omite los detalles que me conciernen para no levantar en ella suspicacias. La colma de halagos y de cariñosas palabras de despedida y el viaje queda totalmente organizado. En breve nos iremos los cuatro para Taegu. Armarme un vestuario no será problema. Corea es un inmenso centro comercial, cientos de miles de vendedores ambulantes se agolpan entre sí para ofrecer cualquier cantidad de mercancía. Los he visto en los pasadizos subterráneos y en las aceras, los he visto en callejuelas y en avenidas, los he visto en los mercados libres y en tiendas por departamentos; cambiar dinero tampoco será difícil, aún tengo intactos en won los cien dólares que cambié con Yoojung cuando veníamos para Jevanchon y tengo otros cien sin cambiar, más la tarjeta de crédito. Víctor irrumpe al ver que me ocupo de finanzas: “No te preocupes, hermana, en Taegu no vamos a gastar casi nada y por la ropa no te preocupes tampoco, entra a mi cuarto y pruébate la de mi mujer, ella tiene unos pantalones talla única y a lo mejor te sirven unos zapatos”. Obedezco. Entrar en su habitación abre en mí una puerta de intimidad en la que la estética de la venezolaneidad, tan largamente lejana, me devuelve a los años universitarios, Allí encuentro, al desgaire, libros en español, me atrae uno en particular sobre la crisis. Palabrota de imprecar, muletilla de artículos de prensa, latiguillo de análisis socioeconómicos, cantinela sine qua non de toda la vida, repetición sin la cual jamás habría salido de mi país por tanto tiempo ni habría dado tantas vueltas por el mundo, hasta acabar aquí, en este cuarto caraqueño de Seúl, en el que el tiempo se ha vuelto circular para hacerme creer que todos los caminos conducen al idioma venezolano. Ja, me río, ni siquiera al materno, pues yo misma ignoro en qué idioma aprendí a contar los números o en cuál sé amar, menos ahora que planeo vivir aquí con Moon y parir hijos que saquen cuentas en coreano. Otro libro me llama la atención; asoma apenas entre cantidad de adornos concientemente desparramados en una mesa de noche, se trata, advierto al descubrirlo, de la sempiterna Doña Bárbara de Rómulo Gallegos. Tenía dieciséis años o menos cuando me la hicieron leer en la escuela. Crisis y lucha entre civilización y barbarie, entre el campo y la ciudad, entre pasado y futuro, ¿cuánta dualidad puede encerrar la memoria en el exilio? Por primera vez me pregunto qué hacen estos venezolanos en Seúl, especulo, será que estudian, serán becados, será que la esposa de Víctor es coreana, no, no lo creo aunque me encantaría que lo fuera sobre todo si me vengo a vivir a Seúl. Sería maravilloso contar con una pareja mixta, como la nuestra. Ella sería para mí como un puente hacia lo desconocido. Pero no, no ha de serlo, hay demasiados indicios advirtiéndome que cruzar este Rubicón no es un asunto de puentes. Alea iacta est, como lo dijo Cesar cincuenta años antes de Jesucristo: “La suerte está echada”, sólo que yo aún no sé cuál es; tanta duda me hace pensar que no estoy enamorada, si lo estuviera nada importaría, vacilo luego existo, no hay mayor síntoma vital que la indecisión, ni más grande evidencia del libre albedrío que el titubeo. Ya no quiero lucubrar, mucho menos ametrallarme con eufemismos, maldita manía esta aposentada en mí. Apruebo mi nuevo aspecto, me maquillo, me peino, me acicalo a la usanza venezolana tomándome todo el tiempo del mundo, sólo así puedo recuperarme de tantas intervenciones estéticas foráneas que han cambiado mi aspecto desde que hace tantos años peregrino. Cuando al fin emerjo del proceso de retrotransformación ya es hora de partir. Calzar zapatos ajenos me hace dar pasos ajenos. Gozo.

Moon ha olvidado el teléfono celular en el último taxi. El inconveniente agria en proporciones similares su humor y su compostura. De poco le vale saber que le bastarían dos o tres llamadas para recuperarlo o en el peor de los casos para reponerlo, pues sus vínculos con la gran corporación algunas prerrogativas le garantizan. Cabizbajo y meditabundo vaga entre las populosas calles que aún le falta recorrer para llegar a su casa. Bañarse le tomará aún algún tiempo, el suficiente para que su mujer llegue del paseo en solitario que le ha solicitado la víspera. Darle una imagen de estabilidad emocional a los gerentes del departamento de biotecnología tiene gran importancia para ultimar con ellos algunos datos que aún necesita confrontar antes de tomar definitivamente la decisión de si acepta o declina el empleo en Seúl. Al llegar por fin a su casa, aun atribulado, se topa con una cascada de imprevistos, en primer lugar nadie le abre la puerta por más que desate contra el timbre todo su encono y su resentimiento por haber olvidado la llave; luego, al acudir a su tía, dos puertas más allá, en busca de ayuda, se gana una reprimenda. La hermana mayor de su madre aprovecha su inesperada aparición para descargarle reproches que tienen que ver con su noviazgo.
—Acaso no tienes dignidad –le reprende– te fuiste a Estados Unidos con la promesa de volver pronto, dejaste a tu madre llena de ilusión, le hiciste pensar que volverías para honrar todos tus compromisos.
No, que se calle, acaso soy ese muchacho que ella recuerda, aquel obediente orgullo de las mujeres de la familia, dócil y prometedor. Aquél que aceptaba, sin confrontación, custodiar a las señoritas a petición de los mayores. En especial a aquélla que me abstengo hasta de nombrar para no invocar los poderes seductores de las familias conjurantes. Bastante me alegro de haber salido ileso del compromiso de casarme con mi prima. Fea no era, ni tonta. ¡No!, no puede ser que sea ésta, la del rostro que adivino detrás de la cortina de tul, no puedo creerlo. ¿Por qué me persigue? Esto sólo me retrasa. “Tía, déme la llave que llevo prisa”. Un apuro diferente al de los seulitas que lo resuelven imprimiéndole velocidad y nerviosismo a sus actos, yo tengo el apuro que causan en mí las decisiones que debo tomar: volver a Corea o regresar a Estados Unidos, casarme con una extranjera, contraviniendo la dirección del viento amarillo que comienza apenas a soplar como un sortilegio, o dejar que se marchen con ella mis delirios de mestizaje.¬
“Hola Moon”, emana el saludo de ninguna parte, semeja más una voz del pasado, de cuando niños jugábamos a volar cometas, pero la voz proviene de todas partes, es estereofónica y huele a azahar. Y, luego, dos diminutos ojos negros y rasgados asoman el ayer entre las cortinas de tul. Este regreso instantáneo a la infancia revive en mi oído el perenne murmullo de los cuentos de guerra y las maldiciones contra los japoneses con que fuimos arrullados una y mil veces así como algunas otras miserias, como aquélla de tener que mirar la televisión apiñados con los vecinos, pues una sola había en todo el edificio, o la de compartir entre dos un plato de arroz, pues dos no había. Las cavilaciones memoriosas de Moon se cruzan con los pensamientos de su prima como si ambos conversaran en voz alta. Los de ella le dan continuidad a los de él: “Con qué gusto seguiría jugando con Moon en vez de ser víctima, como lo soy ahora de la permanente persecución de mi frustrada estricta suegra”. Moon lo adivina todo por el subrepticio escalofrío que le recorre la espalda y teme por un momento perderse por los intersticios, dado que no ha logrado hacerse de la llave ni apurar sus movimientos. Aún embebido de fuga ante la vivencia adivinatoria, se pregunta si no estará inventándolo todo en virtud de tantas tardes similares transcurridas en el pasado en aquella cocina, robándole interpretaciones a su prima y consentimientos a su tía. No ocurrió que Moon hubiera empeñado palabra alguna, nada tenía que lamentar, pero cuando había anunciado su partida hacia el exterior, todos en la familia habían pensado en una separación conveniente, para su formación profesional, pero temporal, y en el eventual regreso a formalizar con su prima un matrimonio en la mejor tradición budista. Al prolongar Moon su ausencia, ella había sucumbido ante las pretensiones de un compañero de estudios sin reparar en que contraía nupcias con una familia que, impiedosa, la subyugaría. En consecuencia, añoraba el regreso de su primo para seguir volando con él papagayos imaginarios. Todo esto le fue expuesto a Moon con lujo de enojo por la hermana de su madre y con la velocidad propia en que suelen ser narrados los hechos del pasado cercano cuando se vocalizan en el idioma materno.
Moon miró su reloj con desesperación y por fin logró huir de aquel tormentoso episodio de telenovela. El tiempo apenas le alcanzaría para revisar de memoria algunas de las cifras que habría de exponer durante la cena con sus contratantes. En modo alguno aceptaría ser considerado un nacional, no, a pesar de ser coreano, consideraba que merecía el tratamiento de expatriado, que le pagaran los gastos de vivienda y de mudanza desde los Estados Unidos, que le concedieran créditos blandos para la adquisición de dos vehículos nuevos, que le adjudicaran la membresía a los servicios de la base militar estadounidense y que le facilitaran a su prometida la tramitación del permiso para trabajar, pues de otro modo ella no resistiría el cambio de vida. Así lo asaltaba la duda, ¿no sería mejor regresar a Chicago o a Filadelfia? En todo caso no perdía nada en esas entrevistas, al contrario, si resolvía renunciar a la oferta, le servirían para actualizarse en idiosincrasia comercial y podría, eventualmente, enriquecer su currículo con esa experticia y lograr mejores ofertas de trabajo en occidente. En definitiva, pensaba, el viaje era en sí mismo la meta. Si optaba por regresar a América, al menos habría visitado a la familia. Quedaba por aclarar si se estaría despidiendo de sus costumbres para pertenecer a la multiplicidad de culturas y de hábitos a los que se había habituado en Estados Unidos. También debía considerar la mejor forma de obtener la visa americana, pues todas las opciones lo convertirían en deudor. Si optaba por el trámite laboral, tendría que ceñirse a un empleo durante dos o tres años o hasta que se lo exigieran los patronos que afianzaban su inmigración legal; lo otro le significaba aún más compromiso, pues tendría que casarse y luego aceptar que su suegro le financiara una visa de inversionista para lo cual aún no se sentía suficientemente preparado, pues aquello implicaba abrir un local comercial, emplear al menos a tres yanquis y facturar un mínimo, el primer año, de cien mil dólares que le generaran al fisco el respectivo cobro de impuestos. El futuro suegro se inclinaba por incursionar en aquellos ramos que le eran afines pero ninguno de ellos tenían nada que ver con los intereses de Moon quien hasta entonces había tenido pocas posibilidades de ejercitarse en el desempeño del libre albedrío pues sólo dos cosas había decidido por su cuenta: su salida de Asia solo y su regreso a Asia, cinco años más tarde, acompañado. Tampoco tenía él muy desarrollado el sentido común ni el gregario, de modo que asociarse con otros coreanos en la venta de karaokes u otros electrodomésticos, o emplearse con ellos en los llamados joint ventures tampoco estaba en su mira. No, aún no había tomado decisión alguna, pero el terreno de las lucubraciones le resultaba placentero. ¡Que ocurriera pues lo más conveniente! Cuando el agua tibia de la portentosa ducha cubrió todo su cuerpo, combinó el enjabonamiento con algunos ejercicios respiratorios, mientras se divertía dando rienda suelta a posturas y gritos marciales. Sólo cuando estuvo bañado y perfumado cayó en cuenta nuevamente de la hora; se aproximaba el momento de salir de casa, faltaban breves instantes para la llegada del chofer corporativo y no aparecía su novia. Evitó atribuirle mayor importancia al retraso, la conocía: aparecería, así eran las occidentales. En honor a la verdad soslayó cualquier asomo de ira y consideró las ventajas del afloramiento de todas las posibles dificultades que pudieran surgir con ella. Los minutos se le hacían flexibles, interminables ante la esperanza de verla aparecer en el último momento, y breves ante el recurrente recuerdo inmediato de la cortina de tul en la cocina de su infancia, tras de la cual lo habían mirado unos ojos atacados de nostalgia. Unos ojos que al invocarlos se hacían palabras conocidas, confidencia, ceremonia, complicidad y luego, a pesar de ello, curiosidad, anhelo y aunque le costara vergüenza reconocerlo, lascivia. En desvestir a su prima mentalmente andaba y en imaginar a su desconocido esposo, sobre el cual le habían escrito que se trataba de un pequeño comerciante, de esos que en Corea abundan; de un hombre común que trabajaba unas diez horas diarias. Se distrajo recordando los buenos ratos compartidos con similares amigos de juventud, cuando aprendían a bailar, a la manera occidental, rock, baladas y sobre todo música disco. Pero todo aquello no lograba mitigar el efecto urticante de la ahora doble espera pues no llegaba tampoco el chofer. El reloj le indicaba un descalabro, tendría que ir a la cita en metro, ya no le quedaba tiempo, jamás lograría puntualidad en taxi, Seúl se convertía en un enorme estacionamiento a las horas pico de tránsito terrestre, los vehículos y sus pasajeros quedaban atrapados en tiempo muerto. Salió de casa ensoberbecido y maldiciente. Todas las groserías y los insultos salían en inglés de su boca. Tan pronto ganó la calle, la corbata se le montó en ristre y el cabello se le despeinó, corría y en el apuro se le fueron escapando los recuerdos y las lucubraciones, se volvió galgo refrenado al que miles de personas le entorpecían el movimiento. Los pasillos se multiplicaban bajo sus pies, cientos de vendedores ambulantes lo tropezaban, decenas de oferentes lo increpaban; debía aun cambiar dos veces de tren, el estruendo de una música en vivo le agrietaba el tímpano; le falló la memoria, se equivocó de andén, de tren, de vagón, de destino. En uno de los cruces de la línea cuatro perdió nuevamente la conexión y quedó otra vez a merced de los movimientos masivos; aquello era una danza urbana de ciudadanos al compás de un murmullo constante, sincopado. Así fue que duplicándose, Moon, se triplicó, se multiplicó hasta llegar a ser simultáneamente todos los coreanos apiñados en espera del próximo vagón. En aquella estación de metro, Moon dejó de ser un músculo enfrentado a múltiples tomas de decisiones personales y asumió, sin que para ello interviniera arbitraje alguno, la conciencia colectiva. Uno más, uno igual a los demás, uno sin ser uno, Moon fue rescatado de su circunstancia, tuvo hambre como todos los que lo rodeaban, experimentó el mismo cansancio e idénticos deseos de tomarse un trago. Ligero, a pesar del peso de la multitud, supo por un interminable momento dejarse hacer precisamente por ese mismo peso directriz, relevante, épico. Manjar exquisito éste de encontrarse relevado de sí mismo y por ende de recuerdos y proyectos, sin pasado ni presente, para darse a descubrir Seúl hoy, ahora, inmediatamente, ya.
Soy todos y nadie en este vaivén humano de gente igual a mí cuyas palabras entiendo sin dificultad. No soy el que vuelve ni el que empaca para partir, sólo soy un seulita suficientemente joven como para no recordar ayer alguno y para olvidar incluso la fecha. Me hacen gracia mis propios pensamientos tan desconocidos en mí que me parecen ajenos, celebro las ocurrencias de mi alteridad y me invito a mí mismo a hacer un paseo nocturno a la orilla del río Han. ¡Qué buena idea! Este río nuestro que divide nuestra capital en dos, como el Danubio a Budapest y que alberga en su ribera nuestro Parlamento, tal como lo hace aquél la capital húngara. Apenas lo recuerdo porque la memoria hace tambalear muchas veces el ímpetu de la inmediatez, colándose por los resquicios de las determinaciones, serpenteando cual anfisbena de dos cabezas sin que podamos discernir si lo que recordamos sólo regresa a la memoria para despedirse. En cambio sé más del Danubio, porque muchas veces me lo nombró mi amigo yanqui de remoto origen húngaro, con quien tantas veces bebí cerveza en la calle Halsted del Chicago nocturno, rodeados de homosexuales y de videos pornográficos. Mi amigo era gerente de uno de los tugurios más conocidos del lugar, pero no le temblaba el pulso para ejercer todos los oficios que le requerían, preparaba los mejores Bloody Mary del mundo y escuchaba los dramas de los clientes con tanto sentido de humor que todo el mundo acababa riéndose. Yo no, a mi me costó mucho adaptarme, trabajar de mesero fue horrible, servirle a maricas, trasnocharme todos los días, presenciar peleas y disgustos. Pero la paga era buena y libre de impuestos. ¡Ja jajá qué me importa que me vean reír solo ahora, aquí en este metro reproductor de mis iguales de quienes me diferencio un momento por el puro hecho de invocar a mi amigo yanqui a quien le gustaba llamar “papel tapiz” a los videos pornográficos pues nunca nadie los veía; eran, decía, meros objetos decorativos en movimiento perpetuo. Jajajaja la risa de mi amigo era tan estridente y tan contagiosa que sobrepasaba todo lo demás, desde los insultos a voz en cuello que se daban los latinos hasta las groserías de los negros, pasando por la escandalosa timidez de los novatos que no sabían si dejarse seducir u ofrecer resistencia. Él me enseñó a ver a través de ese pequeño mundo más allá de las miserias. En cada hombre supo ver una caricatura y en cada historia una comedia. Su nombre apenas se diferenciaba del mío por unas letras, se llamaba Bloom, pero, en contraste con mi delgadez, pesaba 100 kilos. En la minúscula sociedad falócrata de la calle Halsted, Bloom era también un emblema de autoridad. Si estuviera ahora aquí conmigo, me haría ver en este confuso presente la ranura del escape, la fisura en el bloque, las capas del magma petrificado. Desestructurado, Bloom es para mí la imagen perfecta del hombre libre, yo, en cambio nunca he tenido tiempo siquiera para preguntarme por lo que quiero hacer, siempre hubo un comando superior guiando mis pasos. Como éste llamado multitud hacia el cual me dirijo a contracorriente en busca de una estación ribereña; quiero ver mi Danubio, quiero navegar los meandros de mi propia cultura, quiero verterme, trasegarme. Nunca sabrá Bloom que quiero ver llover con sus ojos y hacerle ver con los míos aquello que ambos desconocemos, quiero ganarme su atención, aunque sólo sea en ausencia, quiero una migaja de su admiración, convertirme en su discípulo en el arte de comediar, en el de sobrevivir, en el de parodiar, en el de aceptar, como manantial nutriente de historias, toda actuación en esta vida. Quiero darle rienda suelta al deseo perdido, complacerme, masturbarme, emborracharme.

Ella calla. Cuando al fin responda, cuando diga, desflorará con su palabra todo silencio anterior, pero ahora calla. Su boca cerrada a cal y canto resguarda desde la faringe un nudo, una traba aparentemente insalvable, el asomo de un ahogo. La proximidad de una mudez impuesta mecánicamente sobre su garganta también le dificulta tragar. Nada entra, nada sale, saturados están el adentro y el afuera. Adosados están a ellos todos los remordimientos posibles, todos los arrepentimientos. Se mueven en su glotis como lombrices de tierra procurando distraerla, haciéndole recordar de cuando niña se maravillaba ante ellas, alimañas de jardín, porque, en cambio de perecer, al ser cortadas por la mitad simplemente se duplicaban. Asimismo se multiplican en ella ahora los efectos de las palabras impronunciadas, aquéllas que hacen mayor implosión mientras menos sean dichas, aquéllas que reprimidas cobran la fuerza inaudita de la imaginación. Ella calla y a su lado, en el tren camino a Taegu, Camila en cambio da rienda suelta a su determinismo argentino. Habla sin reparo ni concierto y al hablar elimina del tren cualquier posibilidad de escuchar los sonidos con los que éste va cortando la noche coreana en bisectriz.
—Ché, ¿sabés que en cuanto nos paguen este trabajo en Taegu, me marcho de este manicomio? Pero no podés decírselo a los chicos porque me matan, ¡viste! Es que yo esto no me lo banco más, me regreso a la Argentina o me muero. Y vos, piba, ¿te quedás? Mirá que no es una decisión fácil, al principio todo es muy interesante por lo diferente. Pero luego, cuando querés retomar tu vida ya no sos de ninguna parte, comenzás a extrañarlo todo, como si directamente fueras una marciana. Yo de aquí me llevaría el progreso económico, pero, paradójicamente, a pesar de llevar tres años en Seúl no he ahorrado ni un mango. Cada vez que pude reunir unos centavitos hice un viaje. A Viet Nam fui con un piloto chileno, botado de Lan Chile y contratado en Asia, era casado, tenía hijos y mujer en Santiago, que querés, luego resultó ser un eterno monólogo, me contó sobre el trabajo sindical que le costó el empleo, me contó sobre los difíciles entrenamientos a los que someten a los pilotos, hablaba como si lo más difícil de su involuntario exilio hubiera sido no tener a quien contarle nada. Cuando regresaba a su casa, en Chile, cada tres o cuatro semanas, tampoco podía contar nada, ávidos como estaban los de su familia en ponerlo al día en chismes y anécdotas, así que el pobre hombre habló sin pausa durante la semana que pasé con él. Me hizo incluso un remedo de psicodrama para ilustrarme por medio de la actuación como sucedían las cosas a bordo de la aeronave que le permitían comandar sólo durante el vuelo, porque por medidas de seguridad le prohibían el mando en el despegue y el aterrizaje. Ché, hablaba hasta haciendo el amor, recompensaba su excitación con arrebatados relatos eróticos, en mi revivía viejos despechos y coloridas concupiscencias; me llamaba por sobrenombres lujuriosos, se hacía pasar por todos los otros que hubiera querido ser en la vida. Se inventaba un futuro conmigo. ¿Podés creerlo? Cuando intentaba decirle cualquier cosa me daba besos para hacerme callar, o se aumentaba de volumen; a Tailandia fui luego con unas amigas con las que hice el British Council cuando me empeñé en sacar mi diploma de inglés; a Japón fui con un amigo, el viaje resultó un plato porque el creía que yo era una millonaria suramericana y yo pensé que el potentado era él, así que nos quedamos varados los dos en una pensión de mala muerte y acabamos casi deportados. Ahora, cuando vuelva a la Argentina, sé que trabajo en mi profesión no voy a encontrar, porque decíme, quién quiere contratar a una curadora de arte, con pasantía en Asia, cuando Buenos Aires está llena de humanistas desempleados en lista de espera para cualquier cosa. Pero tampoco puedo seguir quedándome aquí porque los años pasan, sabés, y mis viejos se ponen más viejos y todo ese quilombo de la identidad y la familia y todo eso. Pero bueno, piba, por ahora vamos para Taegu a ver qué le podemos sacar a la exposición, aunque también he pensado que podría presentarle un proyecto a la Galería y si lo aprueban quedarme un año más. Me han dicho que allí se mueve mucha guita. ¿Vos cómo llamás a la guita, cómo le decís al dinero en tu país?
Ella no escucha a Camila, tiene el oído asediado, más bien cercado por un ejército de lombrices que se reproducen en progresión geométrica, ya no caben en su garganta, han encontrado el laberinto auditivo, percuten, invaden el yunque, el martillo, el estribo del oído medio, producen un hormigueo escandaloso, arrasan con las palabras, las propias y las aluvionales, convirtiéndose en zumbido. Se gira hacia Camila e intenta enfocar sus ojos, pero en su mirada también se han colado las lombrices, haciendo de su expresión un lamento telúrico. Allí, adonde ella se encuentra no llega ninguna realidad, pocas veces ha sido tan clásico el trayecto hacia el silencio onírico. Pero ella no sucumbe. No. Andariega camina consciente, en vigilia plena, hacia un sueño visionario, uno premonitorio y alterado, al que no le busca explicación alguna. Se deja contornear y transportar al no –lugar donde ni se piensa, ni se padece–. Simplemente se entrega a la oscuridad del novilunio, a la rapidez de la nocturnidad, al perenne murmullo interno, al run run de las lombrices.

Moon ha llegado finalmente al embarcadero de Yanghwa, en verdad no sabe cómo, sólo recuerda vagamente haber deambulado en metro y también en autobús, sabe, sí, que ha caminado en medio de la oscuridad de una noche sin luna y que han rozado su piel algunos temores propiamente citadinos. Pero la visión panorámica del embarcadero le disipa cualquier preocupación porque ahora sólo abriga la esperanza de conseguir un boleto para remontar el Han, el cuarto río más grande de Corea, el cual, con sus 497 kilómetros y medio, desemboca en el legendario Mar Amarillo. Siseando Moon llega al mostrador y pide dos boletos en vez de uno. Tan presente en él lleva a Bloom, que le cuesta trabajo desdecirse cuando el expendedor le entrega el par de pasajes para el ferryboat.
—Oh, se excusa Moon súbitamente lúcido, no no no deme sólo un boleto, me confundí.
—No se preocupe –le contesta el funcionario– a esta hora todos tenemos sueño.
Moon paga voluntarioso, pero íntimamente se ha reconectado con Bloom, a quien le dice en inglés, pero sin emitir voz alta alguna: Mi Danubio no es azul ni inspira al vals, Hangang, Hangang, Hangang. Imito tu voluminosa risa pronunciando en onomatopeya el nombre del río, haciéndolo sonar como el tañer de una campana, Hangang Hangang Hangang. Sí, la onomatopeya es una cláusula en la vida diaria de Corea. En los mantras se reproduce el silencio caótico de la creación; en diversos tamborileos los pasos de las deidades y en la gran campana de hierro una invitación en estruendo al rezo, a la contrición, a recordar devotamente a Maitreya, el buda del futuro, ante quien arrodillarnos cien veces poniendo la frente en el piso y levantando las palmas hacia el cielo por encima de nuestras cabezas para con ello elevar al divino por encima de nuestra razón. No, la melodía coreana no se cuenta de tres en tres, sino con algarabía de embate, con tres soplos aeróbicos como en las artes marciales, con un ritmo triple. Respondemos a una coloratura primaria, pura, contundente, al Yin y al Yan, al azul y al rojo, a macho y hembra, al agua y al fuego, a la tierra y al éter. Este Hangang resplandeciente en el tenue titilar de Venus, en el escondrijo de Casiopea, este Danubio mío corta a mi Seúl en dos, en Gangbuk y en Gangnam, sembradas están ambas mitades de rascacielos y de pagodas, de mercados y de multitudes, sin que haya aparecido un Richard Strauss que le componga una melodía inmortal. Hagámoslo nosotros, aquí y ahora, analfabetas musicales, sin talento ni talante, cantémosle al Hangang, a sus peces, tenaces supervivientes ensordecidos por la vibrante industrialización, a sus puentes, perennes desafíos a la gravedad, al paisaje amansado que recorre cada litro de sus aguas domesticadas. Se han erradicado de estas márgenes las ilusiones, las aventuras, las pasiones y las utopías, dando fe, en el movimiento permanente de sus corrientes, de una ruta naviera, de un trayecto unívoco, de una cabalidad puntual. No, no podemos componerle odas ni arrojarlo en el abismo del lenguaje poético. Es un río descriptible, mensurable, deslastrado de paroxismos, más que agua, denso asfalto. Es una travesía definida con un derrotero y una sola desembocadura. Para quien como yo regresa, luego de un lustro de ausencia, no debiera sorprender que ya no se hable del incendio de 1950, sólo los viejos y alguna literatura se ocupan de la historia. Súbitamente entristecido constato que ni el olor del río ni su cauce tienen efectos evocadores. ¿Será que exagero? Dímelo tú, amigo Bloom, dime si los que navegan de noche por tu Danubio escuchan aún el llanto y las balas que atravesaron a quienes fueron allí masacrados durante la Segunda Guerra Mundial. Dime si puedes escuchar tú cómo se crisparon aquí durante el incendio de 1950, los cuerpos y las vigas como un tributo más a la guerra entre nacionalistas y comunistas, entre el sur y el norte, entre la cobardía y el heroísmo, ambas falsificaciones entre hermanos.

—Me preguntas por qué lo recuerdo. Lo sé y no lo sé. Durante mis primeros años en Chicago, me preguntaba, siempre que paseaba por el Lago Michigan, con qué facilidad se nombra allí el gran incendio de 1871, simplemente como una anécdota, sin verdaderos dolientes.
¿Qué otra cosa es la historia? La pregunta queda flotando en las circunvalaciones memoriosas de Moon, pues querría que fuese su amigo Bloom quien se la respondiera y no lucubrar y lucubrar a solas, embarcado en un paseo sin luna. El navío ya ha zarpado, los pasajeros brindan con cervezas, las gorgojean hasta despistar toda melancolía. Moon ríe porque un grupo de contemporáneos seulitas lo ha invitado a bailar mientras suena a reventar el karaoke. Sobre las mesas, hermosos platos de frutas; en derredor sólo cantos, danzas, risas, juegos. Sudorosos, los seulitas quiebran los límites, se desbordan. Uno que otro gana la cubierta para no perderse del brillo metálico que estrellas mortecinas refractan sobre la superficie del río engullidor de grandes vetas luminosas. Los coreanos han formado una hilera y recorren el barco, todos se han convertido en niños. Juegan al trencito, ríen y pitan, ríen y frenan, ríen y hacen chirriar sus gargantas imitando motores de vapor largamente desaparecidos de los rieles verdaderos. Moon es un seulita más, emite junto a los demás sonidos guturales, canta con ellos canciones populares y folklóricas, salta, brinca. Hace horas que su mente ha cesado de bullir, cada poro de su piel sustituye a sus orejas, el idioma universal de la gesticulación suple cualquier necesidad adicional de comunicación. No tiene cabeza, pero tampoco la ha perdido, podría decirse que se le convertido en una inmensa bocina igual a la de todos los demás hombres que jubilosos perifonean. Todos se mueven al unísono obedecen a un animador mediático que a través de una pantalla les va diciendo cómo bailar, cómo agitarse, qué consignas cantar y cuándo agacharse y cuándo saltar. Los megáfonos humanos pierden a veces el compás y le dan cabida a algunos movimientos autónomos, como éste de Moon de improvisar pasos al rompe. Ahora que han llegado nuevamente al centro del barco y que pueden disponerse en círculo alrededor de la libre interpretación individual, cada uno de los participantes produce movimientos en serie aprendidos en academias de baile, en clases de expresión corporal obligatorias en la escuela o mediante imitaciones más o menos afortunadas de intérpretes famosos. El navío avanza Hangang Hangang Hangang. Las luces urbanas multiplican su esplendor inquietando a los habitantes subacuáticos, peces y larvas se estremecen por igual por el estruendo humano, pero todo luce armónico y hasta romántico en la superficie. Romántico no, más bien bucólico, pues mujeres no hay en esta festividad flotante. Tampoco hay caucásicos, negros, ni indios. Sólo asiáticos y según se adivina todos son coreanos. Puede haber entre ellos muchos del interior de la república cuyos padres se han sacrificado para brindarles un futuro mejor. Pero en verdad no se les nota para nada culpa alguna por el gasto supernumerario que significa este viaje. Todo remordimiento ha sido erradicado por completo del repertorio nocturno sobre el río, ni siquiera lo padece Moon, para quien no existe en este momento ni tan siquiera Dios, sólo el empeño por armonizar las letras de las canciones con la música del karaoke y su cuerpo con el vaivén del navío que avanza. Melones y sandías, húmedas sensaciones en la boca reseca de cantar, para deleite de papilas gustativas corroídas a punta de aguardiente. Lubricar una farra forma parte de la idiosincrasia sanadora de los coreanos, Moon lo sabe de sobra, cada ingesta viene siempre debidamente documentada según sus propiedades curativas, preventivas, profilácticas. Moon lo sabe porque las ha escuchado de boca de todas las mujeres de su familia desde que era un crío, pero ahora lo constata por la vía de la práctica. Sí, efectivamente, el melón y la sandía tienen ambas propiedades nutritivas, diuréticas y laxantes. Su sistema nervioso le comanda la urgencia a sus piernas, pero éstas agotadas por el baile e inestables por las olas de mareo etílico que recorren sus extremidades contraenvían airados manifiestos de protesta al cerebro. La lucha continúa estancada en el laberinto: los esfínteres intervienen enviando piquetes de contingencia, la resaca cede ante la exigencia de la próstata facinerosa. Trastabillando, entre tumbos y manoteos, Moon logra encontrar el baño, pero ay, no es el único, ni siquiera el segundo de la fila. Moon entero se vuelve vejiga a fuerza de concentración. En un instante inusitado es presa de un espontáneo arranque, la aceleración lo conduce a cubierta, allí, liberado y feliz se descarga por entero en el río. El líquido ambarino traza sobre el agua una estela y una salpicadura hermosas como de flores encantadoras y pestilentes. Moon lamenta la brevedad del instante. La excreción ha obrado en su contra, parece que retoma involuntariamente la conciencia de sí, dónde estoy, qué hago aquí, quien soy éste que no soy yo. Yo el que tenía una cita importante con la junta directiva, y, mi novia ¿dónde estará? Otras respuestas, insólitas, acuden en tono imperativo: “¡Queda usted detenido por ordenes del capitán!”.
—¿Detenido, pero cómo, por qué, adonde me lleva?¬
—No se haga el desentendido y menos me hable usted en inglés.
El guardia, visiblemente molesto con la actitud “extranjerizante” del detenido, le espeta algunas amenazas, contra las cuales Moon, totalmente cándido, no atina defensas.

Camila no acepta monologar, a la redonda no halla más que coreanos adormecidos. Víctor y Rodrigo continúan a más no poder una sempiterna discusión sobre arte y comunicación, sobre arte y política, sobre arte y educación. Enfundados en sus respectivas argumentaciones, descarnan hasta el hueso los alcances culturales de los procesos revolucionarios de sus respectivos países. El convencimiento del chileno está consustanciado en sus genes como una enzima más. De chico lo dormían con canciones de protesta y lo despertaban con himnos de denuncia social, las coplas de Violeta Parra y Víctor Jara acompañaron su sesgo, pero, salvo la música, no recuerda mucho.
Bueno, sí, algo de sus inclinaciones hinduistas provienen de los años setenta, cuando, aún crío, fue deleitado en fumarolas de hachís, en conversaciones matizadas con humo de tabaco negro y aromatizados inciensos. Se movía entonces entre las faldas largas de las madres progresistas ataviadas al desgaire y perfumadas con esencias, oleos y cenizas. Aún puede recitar de memoria algunos versos de los aprendidos durante la dictadura de Augusto Pinochet y conserva todavía un escozor en los oídos por las ganas de traspasar las fronteras de las melancólicas milongas y del mate. “La identidad la llevamos en la sangre y en el idioma, hermanito, en cambio el arte es iluminación sublime”, dictamina Rodrigo con la vehemencia del agotamiento. Esta misma discusión siempre inconclusa ocupa siempre sus diatribas con Víctor, pero ahora, en el tren hacia Taegu, harían mejor en dormir. Así se lo hace saber a Víctor, quien ha detectado con el rabillo del ojo a Camila dispuesta a continuar el debate hasta más allá de los confines de la paciencia de Rodrigo, quien para desencanto de Camila, pretende cederle el puesto a la diestra de Víctor para huir de la redundancia y de la repetición. Pero no lo consigue, Camila viene resuelta a impedírselo y cuenta con ello con la bonhomía de su amigo venezolano quien de un salto la deja ocupar su puesto al lado del chileno. Una ley de distribución equitativa entre los sexos reside en el hipotálamo del venezolano, “dos pa´dos” les dice a ambos en buen argot y los deja debidamente electrizados con cargas contrarias. Rodrigo ni siquiera intenta disuadir a sus amigos, los conoce demasiado bien.
Una vez redistribuidos, por un lado los del sur avecindados y, por el otro, los del norte emparentados en una lengua común se redistribuyen también los efectos seductores que ocasiona la semipenumbra. Rodrigo intenta ampararse en el cansancio. Lo que comienza con una simulación, acaba convirtiéndose en un sueño profundo, detrás de sus párpados se acumulan los colores inexistentes, sus esculturas de granito cobran plasticidad, la piedra respira, exhala cánticos en forma de partículas sensibles a la luz, las canciones materiales se expanden en círculos excéntricos; inmunes a la gravedad se elevan y son atraídos por almas superiores. Sus esculturas de madera, en cambio, se transforman en carbón, producto de una combustión cuya exudación le crea a los imaginados observadores las más variadas alucinaciones. Una los convierte en pájaros invisibles capaces de alzarse en vuelo y de trinar en conjunción perfecta con la naturaleza. Camila, presa de la sonrisa de quien a su lado duerme, le va soltando lentamente las riendas a sus fantasías eróticas. Lo hace meticulosamente, prolongándose en cada fase, en cada avance, en cada contención. Lo mira hasta agotarse completamente, lo mira hasta aprenderse todas sus facciones, se detiene en sus bucles y los supera uno a uno con maestría de escalador, estacándolos, atándose a ellos por la cintura, asiéndose hasta con las uñas, evadiendo el abismo. El ascenso a la crisma le ha robado oxigeno, se detiene en la cima, disneica. Teme ser descubierta, el miedo le acelera también el pulso. En ese estado de excitación paroxístico se le multiplican los sentidos, cuyas funciones se permutan, se le intercambian con los de él, puede oler, en la raíz de sus cabellos, el elixir onírico producto de su sueño de escultor; puede también percibir a través de la nariz del observado, el aroma que exhalan las almas superiores hacia donde se dirigen las partículas autónomas que se desprenden de sus piezas de granito. Puede incluso tocarlas con las yemas de sus dedos, ellas mismas autónomas desde el mismo momento en que toma conciencia del objeto que palpa. Tiene ante si una inconmensurable piel, éter pero carne. Tapa pues sus ojos con un pañuelo invisible para ver de cerca el objeto precioso de su deseo, pero lo hace sin verdaderamente tocarlo, todavía. Recorre sus manos callosas de artista y en cada dedo se detiene, como lo hizo antes con cada rizo, sólo que esta vez lo mira con el olfato, uno pleno de polvo y de virutas aromatizadas con los barnices del roble. Se arranca de los ojos el pañuelo humedecido para olerlo también, recobra en sus propias lágrimas y sudores la visión decantada y, mirando nuevamente al hombre, se fija en la delicadeza de su boca, más que boca puerta y más que puerta, entrada sin salida, estación sin retorno, fuente de palabras aun no pronunciadas. Palabras hechas para escuchar por labios. Así comienza a tocarse los suyos propios, como afinándolos para el sonido virtuoso que adivina y que presagia. El roce le provoca un cosquilleo sónico, estallan en los vericuetos de su fuero interno los efectos devastadores de sus caricias y mordeduras; se ensaliva las comisuras y se va acercando muy despacio al durmiente, a un rizo primero, para jugar con él, para pasearlo alegremente por sus mejillas encendidas, para cosquillearse las orejas, para enredarlo entre sus dedos aviesos y urdir con ellos una cortina, tras la cual alcanzar una desnudez de lesa humanidad, una coyuntura de desprevención. Camila sueña que sueña, pero la realidad vivida se interpone y se contextualiza. La desnudez deja de ser el estado viviente del divino erotismo para volver a ser lo que ha sido su Argentina: una eterna huida. Corriendo desnuda por la calle Florida escapa siempre. “Queriendo desbandar sólo perpetúo los recuerdos, sobre todo éste de torturas a manos militares, sobre todo éste de atentados y equivocaciones, sobre todo éste de amor nunca correspondido, sobre todo éste del reencuentro entre los que se fueron y los que se quedaron, el reencuentro de las familias desmembradas por la diáspora (política, económica, social), ¿qué sé yo, qué querés que te diga pibe?, decime una cosa: ¿te hacés el dormido o en verdad soñás?” Pregunta Camila sin saber si pronuncia en verdad lo que piensa, o si sueña lo que siente, o aún, si sólo cavila, como buena argentina, en clave de tango, con bandoneón y voz aguardentosa.
—Víctor –increpa por su lado la venezolana, al reconocer que ha cambiado sin darse cuenta de compañero de viaje– ¿qué sabes tu de Janymecheta?
—¡Qué qué!
Ambos sueltan una estrepitosa carcajada, “hace más de cinco años que no oigo ese qué qué tan venezolano, dice ella, y él, bajando la voz en señal de respeto por los que a su alrededor duermen y pidiéndole, con total dominio del susurro, más detalles.
—No me atrevo mucho a decírtelo, pero tengo un mal presentimiento, creo que mi novio corre peligro y mucho me temo que pueda haber caído en manos de Janymecheta, aunque por lo que he sabido, sólo las mujeres corren realmente ese peligro.
—No entiendo nada, qué Jan ni qué Mecheta, chica. Tú lo que tienes es remordimientos por haberte venido con nosotros porque lo dejaste bien plantado
—No hables sin saber, tú no sabes, no sabes, no.
—Pero no te alteres chica, la vas a pasar de lo mejor en Taegu, tú vas a ver y si no te gusta agarras el tren y te devuelves. Aquí no corres ningún peligro y los trenes salen cada rato. Si lo que quieres es llamar a tu novio, te presto mi teléfono celular.
La mujer lo mira con agradecimiento y acepta sin demora la oferta, pero nuevamente es defraudada por el interlocutor automático. Esta vez, a pesar de la hora, resuelve llamar también a casa de los suegros: despertarlo, excusarse, contarle sus desvaríos, pero nadie responde. “Estoy preocupada, Víctor, algo debe estar pasando”.
—Claro, siempre está pasando algo, hasta cuando no pasa nada, que es cuando más pasa.
—Tengo un mal augurio.
—Tú lo que tienes es una resaca de cerveza coreana y de ron venezolano, duerme un poquito que yo te cuido. Ya no falta tanto para llegar.
—Prefiero que me hables, que me distraigas, estoy asustada de verdad.
—Bueno chica si lo que quieres es que te cuente cosas te digo como decimos en Venezuela “lo que es igual no es trampa, si me cuentas te cuento”.
—No, háblame tú, para que tus palabras subyuguen a mis presagios.
—¿Adonde aprendiste tú a hablar así, con tantas palabrotas especiales, qué es eso, Chica, de “subyugar presagios”? Te digo una cosa, cuando uno está asustado lo mejor es decir muchas groserías, eso lo libera a uno. Prueba, di por ejemplo: “este peo coreano es una vaina muy arrecha, carajo”.
—No, es que tú no entiendes.
—No, la que no entiendes eres tú, por qué será que a las mujeres les encanta complicar las cosas. A lo hecho pecho. Si el Moon ese te quiere va a tener que entender, pero mientras tanto ya que viniste con nosotros trata de pasar un buen rato.
—Tienes razón, lo que pasa es que me parece rarísimo que Moon no conteste su teléfono y que tampoco en casa de sus padres responda nadie.
—Ah no chica, deja el rollo o si te hace sentir mejor échame el cuento completo.
—Resulta que vine a Corea a conocer mejor a Moon porque nos queremos casar y lo primero que hago es dejarlo solo precisamente la noche en que tenía que acompañarlo a la última cena con sus contratistas para ver si nos quedamos a vivir aquí.
—Lo mejor es lo que pasa… A lo mejor lo que convenía era que tú no estuvieras. A las mujeres les encanta sentir que sin ellas los hombres estamos perdidos.
—Es que siento que pudo haberle pasado algo. No podría perdonarme si cayó en manos de Janymecheta.
—¿No será que en verdad eso es lo que deseas: librarte de él? A mi me parece que si estuvieras muy enamorada, o muy convencida, en vez de venirte con nosotros… Tú eres latina y nos encontraste sin querer queriendo, él es coreano y no se va a perder entre los suyos. Deja a Jan y Mecheta en paz, tú no estás sola, en media hora llegaremos a Taegu. ¿Sabes que uno de los templos más famosos de Confucio está allí? Si terminas con él, al menos habrás conocido algo más de Corea que del mundo que rodea a tu novio que ya me está empezando a caer mal.
—Creo que tienes razón, mucha más razón de lo que crees. Yo que he sido siempre tan independiente, que salí de mi casa muy joven y que siempre hice lo que quise, me doy cuenta que desde que llegué a este país me estoy convirtiendo en un ser subalterno, casi una esclava de un hombre, de su familia, de su circunstancia. Como si alejándome de mí misma pudiera liberarme del peor de todos mis temores, el de seguir siempre sola. Sola aunque esté acompañada, sola y diferente porque aunque sea verdad que soy latina como ustedes, la verdadera verdad es que no lo soy. Soy sólo todo lo que puedo ser, muchas al mismo tiempo. No existe para mi patria, ni familia, ni idioma que me limite, siempre huiré en procura de una completitud que no existe. Sólo existe la parcialidad. La mayoría de las personas renuncian a todas las opciones a una edad en que corresponde optar y luego sólo tienen que arrear sus equivocaciones porque hacen lo que tienen que hacer, porque tienen que ejercer su profesión por haberla escogido, o tienen que ocuparse de sus hijos, o de sus padres, o responder a las expectativas que le han creado a otros. La libertad es una carcelera más celosa que un marido. La libertad es una quimera monstruosa que lo destruye todo a su paso. Aquél que nace libre no puede nunca ser saciado, por más que viaje como lo he hecho yo, por más que sienta la fuerza cósmica del amor en sus entrañas, siempre seré devuelta al eterno tránsito. El ser libre es amoral, ácrata y solitario. El egoísmo del ser libre sólo es comparable al de Dios y como Dios sólo puede vivir en el Olimpo, en la mitología, en la irrealidad, en la imaginación, en el sueño. Allí adonde no pueda ser alcanzado por el escrutinio de los terceros. La aceptación y el rechazo sólo le sirven de salvoconductos momentáneos, para hacerle creer brevemente que pertenece. El hombre libre es etéreo y mutante, es ávido, insoportable hasta para sí mismo. Su lucidez embriagante le permite ir a todas partes sin moverse de su sitio, pero si se desplaza siembra de torpezas su entorno pues no logra pasar desapercibido, entonces, por mínimo pudor intenta mimetizarse. Mientras más ajeno le resulte el medio y mayores esfuerzos interponga en lograr una palabra, más inversos serán sus despropósitos.
Víctor finge que escucha, aparenta que entiende y se felicita internamente porque el monólogo de su interlocutora ha concluido en una sonrisa. Los demonios femeninos siempre se aquietan si se los escucha, lo sabe bien, lo ha aprendido por los permanentes reclamos de su mujer. “Escúchame” le dice siempre, “pero escúchame” le repite siempre. Ponerles el oído en automático, vuelve mansas y amorosas a las mujeres. La mira ahora conspicuo y espera frutos. Pero no, la sonrisa de esta mujer no da pie a reparos ni a tregua alguna, ella sigue hablando, pero no para contar cosas ni para ser entendida:
—Creí que alejándome de mi propio ombligo, zambulléndome en Moon, en su idioma, en su cultura, podría llegar a olvidarme de mí. Era maravilloso renunciar a todos los desenlaces posibles dentro de lo conocido. Tras él, la realidad no existe, la posibilidad de anclarme allí donde desconozco los parámetros y pasarme buena parte de la vida descifrándolos me sedujo. Confundí invención con aprendizaje en mi búsqueda de los códigos secretos de oriente, sólo logré abandonarme, momentáneamente, a los juegos fecundos de la imaginación…
—Tranquila chica –le dice Víctor avanzando caricias sobre el cabello de la mujer, en una mezcla de paternalismo con cansancio– tómate las cosas como vengan. No puedes estar todo el tiempo analizando todo lo que te pasa y lo que hubiera podido ser y lo que será. Ahora estás con amigos en un tren que va para Taegu.
—¿Es que no puedes entender que en este momento no sé si Moon en verdad existe?
Víctor suelta una carcajada nerviosa, no sabe si interpretar aquello como una humorada o si anda con una loca.
—Eso es perfecto, a mí también me gustaría pensar a veces que mi mujer es inventada, que puedo librarme de ella cuando yo quiera y luego volver a evocarla cuando me haga falta, sólo que ella es como la criatura de Frankestein, tiene vida propia y autónoma y me arma unos líos increíbles si no hago lo que ella imagina que debería hacer, o sea que es ella la que me inventó a mi y por lo tanto debo ser y hacer lo que ella quiera. La vida está llena de paradojas, pero nadie nos obliga a despejarlas. ¿Por qué no dejamos a Moon y a mi mujer en Seúl y jugamos a ser otros?
Víctor no sabe si ha sido escuchado pues la próxima parada, ha sido vivamente anunciada por el altoparlante, muy por encima de sus susurros pretendidamente seductores. La voz repite en inglés la proximidad de Taegu y ambos venezolanos se maravillan como si nunca hubiera mediado entre ellos confesión alguna. Ríen intentando remedar la voz monótona del altoparlante, ríen al constatar que en lengua coreana las letras t y d suenan igual. Se corrigen mutuamente, han llegado a Taegu, qué rápido se han pasado casi cuatro horas de trayecto. También Rodrigo y Camila se han espabilado y alistan el equipaje para desembarcar.

En especular sincronía desembarcan todos los pasajeros, los del tren y los del barco. Moon camina esposado y cabizbajo, sin oponer resistencia a quienes guían sus pasos de marioneta desvencijada por el uso. La sumisión le aportará recompensa, pero no todavía, por ahora los minutos quedan atrapados en legañas y mucosidades, en el vértigo de un amanecer impropio, por ahora su única ventaja es una mente en blanco, sí, en blanco, pues nada piensa, nada siente, a no ser el grosor de su propia saliva, el sudor de sus axilas, un inusual desaseo, una incomodidad brutal. La cavilación se reduce a un aguamanil, a un jabón, a una toalla aunque sea de grueso dril. Si en algún sitio se encuentra podría llamarse más pobreza que detención. Huele a carestía. Los relatos de sus ancestros cobran olor en su piel, apesta a guerra, a invasiones japonesas, a dominios foráneos, a escasez de productos de tocador, a hambre. Odia, abomina, detesta, a medida que cobra en él la conciencia familiar, le domina un poderoso rechazo; “odio, detesto, abomino”, repite sin pronunciar palabra, trenzando en crineja una retahíla, un mantra, un rosario. Pero a diferencia de Kim Minsu, Moon ignora quienes son los destinatarios de su invertida pasión, tampoco se lo pregunta, ocupado como está en cohibirse de escupir y también de tragarse la bola de hiel que se le ha formado próxima a la glotis y que a ratos le dificulta la respiración.

Los latinoamericanos han llegado a la terminal de Taegu haciendo gala de su hiperbólica naturaleza; exclaman, canturrean, silban, se gritan unos a otros para apurar el paso. Nadie les acuerda mayor importancia ni les pide orden. Al cabo de un rato se detienen a mirarse las caras trasnochadas y cuando al fin acuerdan tomar un taxi, una voz amical los increpa, los han venido a recoger desde el hotel. Víctor exhala un vehemente agradecimiento dirigiendo su mirada hacia el cielo, Rodrigo lo amonesta con una mirada reprobatoria, ¡compórtese! parece decirle desde sus maneras sureñas, mientras tanto Camila distrae a la gentil coreana que los ha venido a buscar con interminables preguntas de rutina museística. Quiere saber acerca de la iluminación del recinto, sobre la cantidad de invitaciones que se cursarán, sobre la política informativa del evento; la coreana evade la inquisición, a ella sólo le corresponde llevarlos hasta el hotel. En la escaramuza han dejado atrás a la forastera, más bien ella los ha esquivado, se les ha zafado, se les ha perdido. Ha ganado la calle por una salida diametralmente opuesta y ha corrido sin parar hasta ocultarse en una esquina. Precisa tomar distancia de sí misma, pensar en idioma neutro, acogerse al flemático inglés escolástico de laboratorio. Echa un vistazo a su reloj y decide nuevamente llamar a Moon a su casa pero nuevamente fracasa. Sigue intentándolo, para ello recurre a toda mímica posible, precisa ayuda. Acude a socorrerla un joven desprevenido que a la salida de un bar la encuentra graciosa en su fallido intento de utilizar el teléfono público. Esta vez ha corrido con suerte, o al menos eso cree, su suegra furiosa la acusa desde el auricular de cualquier cosa que haya podido pasarle a su hijo, al menos eso entiende ella al oírla gritar: “yu pat woman” y tras una pausa añadir: “Moon not”. Por más que ella intente entender más, fortalecer algún vínculo, sólo entiende de las palabras de su suegra que Moon ha desaparecido. Los fantasmas la rondan. Janymecheta en diapasón, trick track trip trap, estómago y sienes en onomatopeya acompasados, trick track, trip trap. Encuentra en ello acertijo; trick traduce del inglés engaño, truco, burla, trampa maña, ilusión, track, huella, pista, senda, camino, trayectoria… trick, track. “¡Anjá!” exclama incontenible, convencida de que descifra cierta lógica. Trick, track trick track trick track, se le va convirtiendo por la fuerza de la repetición y de la velocidad en triquitraca y luego, al descodificar trip como viaje (pero también tropiezo y zancadilla) y trap como trampa, en tripitraca. Lo va canturreando mientras se pregunta si tiene algo que ver con Janymecheta. Así distraída en los misterios de los sonidos viscerales convertidos en posibles códigos secretos vinculados al paradero de Moon, quedan amortiguados sus terrores. Una bruma espesa condensa toda imagen, el alba arroja a la calle a millares de trabajadores apurados por ganar un puesto en tren, en autobús o en el subterráneo; los automovilistas apagan las luces de sus vehículos como obedeciendo un acto reflejo, los tarantines de frutas, verduras, golosinas, zapatos y textiles, así como los microtalleres de metalmecánica, herrería, ebanistería, los ventorrillos de comida rápida, los kioscos de periódicos, los dispensadores de refrescos, hormiguean en pujante actividad y ella, la venezolana, ahora piensa y siente en inglés. La mujer solitaria y tan diferente de los demás, pasa totalmente desapercibida por en medio de una multitud febril y lo agradece. Va imbuida de acordes anglosajones, trip trap, trick track, sin sospechar siquiera que a fuerza de repetir aquellos vocablos, nombra las tablas más sagradas de la escritura budista coreana, las Tripitraca. Se detiene por cansancio frente a un kiosco de información turística, ha llegado a la calle de los boticarios naturistas, a un festín de hierbas y de aromas. Insignes médicos y farmaceutas elegantemente ataviados supervisan tesoneramente los destiladores y la cocción de raíces, flores y semillas, mientras otros revisan el flujo económico, producto de importantes exportaciones. Se detiene a preguntar algunos datos en el kiosco ubicado en una plaza, cuya escultura central está conformada por teteras sobredimensionadas, como símbolos de la gran industria herbolaria y emblemática de Taegu. En su acercamiento al kiosco olvida acallarse, llega pues repitiendo sin cesar “tripitraca, tripitraca tripitraca”. Una joven coreana se ofrece a darle explicaciones, pero no está instruida para hablarle de los libros sagrados, sino para mostrarle el impresionante museo de hierbas adonde se exhiben los siete tipos de venenos y sus propiedades depurativas así como múltiples raíces con forma de cuerpo de mujer, conocidas en occidente, gracias a la difusión de los japoneses, como Ginsen, pero que en Corea se llaman In sam y que son consumidas en infusión, en caramelos, en preparados, en emplastos, en ralladuras. Prestarle atención a semejantes explicaciones consume la poca energía que aún le resta, pero su guía no ha olvidado la promesa de ilustrarla sobre cómo llegar hasta las tripitracas. “Estamos muy bien equipados para trasladar a los interesados –le dice– sólo tiene que esperar a que llegue mi compañero de trabajo, mientras tanto le sugiero que de una vuelta por la cuadra, no sin antes mirar el mural de enfrente en el que puede usted apreciar la gran tradición histórica de estas calles y de las farmacias naturales”. La obediencia responde a un estado de automoción, el agotamiento destruye toda reserva, pero el hambre condiciona, la hora requiere. La extranjera vaga hasta detenerse en un comedero popular, allí, mimetizada al máximo, come, como los demás, caldo de algas, arroz ligeramente ennegrecido con escasos granos dulzones, empanadillas de cerdo al vapor y bebe agua de ajonjolí. En cada cara querría encontrar a Moon; cada rostro, incluso el más exótico, le resulta ya familiar, los conoce a todos, a todos los ha visto en el subterráneo de Seúl, en especial a éste a su izquierda igual a aquel Kim Minsu a quien, recién llegada a Corea, había inventado delgado e hirsuto, presa de un odio histórico y coleccionista de imágenes de la Virgen. Éste, como a su vez reconociéndola, se dirige a la extranjera que soy, para decirle que él también va al templo del calmado mar, a rezar cerca de las Tripitrakas; que él me acompaña porque sabe lo que es andar en un país extranjero. “¿Pero por qué quiere ir a un templo budista?”, me pregunta algo sorprendido y yo le respondo, mucho más extrañada que él, pues en verdad jamás me había pasado por la mente hasta este momento ir a las montañas, que mi novio coreano ha desaparecido y que debo rezar por él y le agrego, ajena a mi propia voluntad, que temo que esté en manos de Janymecheta. La sola mención fantasmagórica me escalofría, siento vergüenza frente al hombre asiático por mi arrobamiento.
—Has de inclinarte cien veces ante Él y cien veces levantar tus manos por encima de tu cabeza para enaltecerlo. Has de llevarle arroz y convertir tu plegaria. Yo soy cristiano, como lo es la gran mayoría del pueblo coreano en nuestros días, pero una vez al año, sólo en el templo de las Tripitrakas puedo hallar sosiego. Mi primera mujer, budista, me abandonó, me casé por segunda vez y eduqué a mis hijas con denuedo. Mi hija mayor se casó y vive lejos, la menor emigró a los Estados Unidos. Mi viuda, como mi primera esposa, es budista, es por eso que voy todos los años a la montaña del templo.
—Pero ¿cómo habla de su viuda, acaso está usted muerto, víctima de Janymecheta?
—Cuidado niña, la sola mención de Janymecheta pone en riesgo tu relación con tu novio coreano.
—¿Pero qué quiere decir, no juegue conmigo, acaso fue la madre de sus hijos la que desapareció a manos de Janymecheta?
—Calma, no quiera concluir antes de tiempo, ustedes los occidentales son impacientes y malcriados, mucho me temo que mi hija, en Chicago, ha sucumbido también ante las exigencias del apuro y la superficialidad.
—Señor Kim Minsu, hagamos un trato, enséñeme a tener paciencia, lléveme al templo y yo le prometo que a mi regreso a Estados Unidos, le llevaré a su hija lo que usted me pida.
—Falsa modestia la suya, señorita, sólo anuncia un capricho, otro y otro más. Falsa modestia y falsa penitencia, falaz enfoque. Para callar y para pacientar sólo hay que callar y luego callar y esperar. Yo no puedo ni quiero enseñarle nada. Pretende usted convertirme en maestro para tener a quien emular, pretende usted inventarme para con ello aumentar su vanidad. Yo no refuto que lo haga por un impulso involuntario, así es la naturaleza humana: se puede dominar al otro a través de la violencia o doblegarlo mediante la razón, pero también se logra enalteciéndolo, pues el enaltecido le deberá su condición a su enaltecedor. No habría pensado en Janymecheta de no ser por usted. A lo mejor logremos obtener respuestas sobre nuestros respectivos deudos en la montaña. Odio, detesto, abomino, ya lo sabe usted, toda bullaranga sea ésta política, cultural o social, pero también filosófica.
—Si prefiere usted viajar solo sabré comprenderlo, quiero que sepa que no lo quiero obligar a compartir conmigo, sólo pensé que a lo mejor…
Visiblemente enojado, Kim Minsu exclama desde el fondo de su indignación: “¡Lárguese, no ha entendido usted nada!”, pero estas palabras suyas no se han exteriorizado, sólo le han fruncido el entrecejo. Hace el debido esfuerzo para seguir conteniéndolas, se aboca al yoga. Ajo, hiel y odio son reducidos, al exhalarlos, a resuello. El distanciamiento entre ambos es apenas momentáneo, abarca sólo el tiempo que dura la fascinación de ella por el mundo externo que la circunda, difícilmente podrán viajar separados, ambos lo saben. Mientras llega la hora de embarcarse en el autobús, el flujo natural de las callejuelas y los aromas turbulentos se multiplican y por más que ella desee contemplar sin nombrar los objetos de su contemplación, acaba versificándolos:

Caigo en retorno
del orillo sopla
el armisticio
enorme calamar
a fuego de piedras
codicio Asia
Este Sur Este

Al entrar en una de las farmacias naturales, un poema coreano del siglo XVII se abre a sus ojos en inglés. Ante él se inclina pues las menudas letras le exigen esfuerzo. El pequeño libro de rimas Shijo reposa entreabierto en una repisa, pertenece a Yun Sondo, quien, según parece, quiso ser de piedra para vencer el tiempo. Se pregunta el bardo coreano por qué son efímeras las flores y por qué amarillea la grama apenas alcanza su verdor. Es nuevamente necesario Kim Minsu para que despeje el enigma. Helo de nuevo crispado y leyendo conmigo por encima de mi hombro:

Why do flowers fall
so quickly after they blossom?
Why does grass turn yellow when it has just greened?
It seems
as if only rocks are impervious
to change

¿Dónde están las flores?, nos preguntamos, cuando, ya marchitas, sólo quedan buriladas en un poema melancólico.
¡Ah flores, juventud, ideales, guerras!, simples engranajes desdentados de la máquina repetidora de la historia, fútiles carburantes de la industria del tiempo, uno que sólo produce épica y lirismo, los cuales, a su vez, no son más que abono para el reciclaje de las mismas miserias y los mismos heroísmos. Kim Minsu, con el verso de Yun Sondo en sus manos, intenta escapar de las reflexiones que su lectura le han provocado y entona una canción de Joan Baez ¿o será de Bob Dylan? que ha aprendido en la base militar estadounidense de tanto habérsela escuchado otrora a soldados y oficiales al compás de un disco de vinilo: “where have all the flowers gone? Young girls picked them everyone oh when will they ever learn oh when will they ever learn?” Por ese solo sortilegio de recordarla parece aceptar todo desafinamiento proveniente de la memoria y se interesa sobremanera en las estrofas que siguen. No sólo las acepta sino que agradece que le sean cantadas en perfecto inglés por su inesperada compañera de viaje. Así emprenden juntos el trayecto. A veces es él quien se vuelve extranjero en su propio país y ella la nativa de lo ajeno. Él, al sentir nostalgia en inglés, ella al esquivarla para mirar sin ver a los transeúntes, convirtiéndose de ese modo en una coreana más. Ha transcurrido una ínfima eternidad en esos minutos, la búsqueda de las flores y de las piedras deja en el asfalto de Taegu huellas imperceptibles para quienes ignoran si volverán a ser los mismos cuando regresen del viaje a la montaña mística, la del templo Haeinsa, una de las más importantes para el budismo coreano y acaso la más cargada de misterio. Todos los pasajeros del microbús son asiáticos, sus idiomas y dialectos conforman un murmullo alucinante, una premonición en los tímpanos anestesiados de la blanca fugitiva a quien ninguna mirada va dirigida y a quien nada le indica rechazo alguno. Así, hipnótica, presa de conciencia colectiva, escucha los consejos de Lao Tse desde ninguna parte. El olor de los calamares gigantes asados sobre piedras de río que saborean sus vecinos, el humeante té verde que consumen haciendo ruido y los incesantes niños distraen las enseñanzas del maestro, pero a fin de cuentas es él quien lleva la voz y es a través de su ojo interno que ve ella el paisaje imbricado que la absorbe. “Minimizar lo que se busca desemboca en el logro” dice Lao Tse. Debería bastar con esa sola máxima, piensa ella, para dejar de pensar. Si sigo ofuscada por Janymecheta, jamás veré una flor, para saber donde están las flores debo ser yo misma flor, nenúfar de agua, parcimonia de invierno, girasol de Perú, orquídea. Todas: xerófitas, selváticas, olorosas o nauseabundas. No, tampoco, sería también obsesión, pues la armonía con la naturaleza implica desaparecer en ella; perder la conciencia de ella, no utilizarla ni describirla, no enumerarla ni siquiera nombrarla. En flor, silencio equivale a callar, abonar el campo para la completitud diáfana de la ley natural según la cual todas las cosas se ordenarán por si mismas.
—¿Duerme usted? –pregunta Kim Minsu tímidamente y, sin esperar respuesta, se da rienda suelta como si en verdad hablara con una flor incapaz de interrumpirlo ni de impertinencias: Un día, al llegar a casa, después de un acuartelamiento, encuentro que he sido abandonado por mi primera mujer. Me ha dejado dos hijas pequeñas; desde entonces, a pesar de ser cristiano, todos los años hago un viaje a Haeinsa, allí frente a Buda, imito de memoria los gestos que ante él la vi repetir y por un instante puedo verla nuevamente. En el acto de verla me convierto en ella, me vuelvo hermafrodita y soy flor y piedra al mismo tiempo. Me parece que no me está escuchando usted.
—Puede usted confiar en mi, le llevaré a su hija, a Chicago, lo que usted me pida.
Kim Minsu hace un mohín de alivio cuando el microbús abandona los linderos urbanos. La súbita naturaleza enmudece incluso a los niños. En poco más de una hora, los pasajeros serán afluentes de un cauce místico en el que habrá monjes risueños y festín de abuelas, zumbido de rezos y crepitar de fuego. El mohín se le hace sonrisa cuando Kim Minsu imagina la cara de sorpresa que pondrá la mujer blanca al verse obligada a trepar infinidad de escaleras y alinearse en interminables filas de personas para acceder a los templos o a las tiendas. Siempre le han hecho gracia los occidentales en su afán de aprehenderlo todo. Ella quiere saber de Janymecheta y rezar por su novio, a quien, según parece, ya hace mucho que ha decidido abandonar. Las decisiones que toman las mujeres son muy anteriores a su conciencia, ellas no saben lo que saben hasta que actúan, “pero yo que he sido abandonado sé que cuando una mujer busca respuestas, o consejos, es porque ya ha tomado partido y que, en consecuencia procura acuñar y justificar aquello que va a hacer. Ella viene al templo budista a exorcizar sus temores y a completar su visión muy particular del porqué ha decidido regresar a América. También mi mujer supo que se iría de mi lado y se ocupó durante quien sabe cuanto tiempo de no dejar vestigios ni huellas. Sólo me quedó de ella esta posibilidad de recordarla. A esta mujer le quedará, para toda la vida, el hálito coreano que pronto respirará en Haeinsa”.
—Si usted se queda con alguna duda sobre la cultura coreana, o sobre Janymecheta, sepa que puede contar con mi hija en Chicago –la reconforta Kim Minsu, al atisbar en la somnolencia de su compañera de viaje un dejo de nostalgia anticipada y ella se defiende ocultando sus certezas y aflorando dudas: “¿Cómo puede estar usted tan seguro de que regreso a los Estados Unidos y de que no me caso con mi Moon?”. Pero Kim Minsu hace caso omiso de la interrupción y prosigue: “Mi hija vive en la calle Cornelia, Nº 45”.
En el Templo del Calmado Mar revolotea una tempestad. Aún antes de llegar se perciben en el aire briznas ennegrecidas, delaciones de una pira. Se escucha también una crepitación, pero ningún indicio de posible incendio conmueve a los feligreses, quienes, por el contrario, aceleran alegremente sus pasos no vaya a ser que se extinga antes de tiempo el fuego que ha sido iluminado para conmemorar a los muertos. Los monjes esquivan el tizne volador como ahuyentando zancudos, hombres y mujeres se alinean frente a un toldo para adquirir sal envasada en potes de plástico similares a los que se utilizan en el expendio de vitaminas. Una sal también ennegrecida por el efecto de un fuego que siete veces se ha prendido hasta su extinción bajo multitud de palos de bambú, y en cuyo interior, la sal incombustible adquiere, mediante el fuego, perfección y pureza. Resulta sorprendente la naturalidad con la que transcurren los ritos; las personas se desplazan a discreción, atraviesan puentes colgantes, suben y bajan escaleras, comen frutas y beben agua, algunas cantan, otras rezan, muchos, sentados en la tierra, simplemente están allí. Nadie se detiene a observar las maravillas arquitectónicas ni los delicados dibujos hechos a mano sobre las tejas y en el maderamen del techo. Sitio y gente, lugar y personas, monjes y civiles conforman un todo universal con permanencia intemporal, lo de siempre ha sido será. Lo que cuenta es la renovación continua de energía; no existe para ser mirado desde el exterior, en consecuencia, ninguna alabanza, por muy lírica que llegue a ser, le rinde tributo alguno. El rito repetitivo, previsible como la llegada de las estaciones, mensurable como las dádivas en arroz que le llevan los feligreses a Buda, se constituye en certeza. Se trata de un limbo, ubicado entre la realidad y una fe que involucra todos los sentidos: allí están las esculturas y las pinturas para evocar en el reverso de la retina un más allá presente en estado de gracia, el cual proviene –qué duda le cabe a quien incapaz de dejarse, observa y analiza–, de una oxigenación plena, producto de cien o más genuflexiones que obligan a colocar la frente en el piso y luego a erguirse al máximo. Cien reverencias alcanzan para tonificar los bronquios y los músculos pero también para despojar de toda aflicción a quien paz persigue. El ojo occidental que astigmático observa no puede dejar de hallar analogías y he aquí que encuentra un parangón entre el enunciado de normas sanitarias dictadas por los profetas de las religiones monoteístas, como Moisés, por ejemplo, prohibiendo la ingesta de carne porcina o exigiéndole a las novias un baño ritual prenupcial; o Mahoma, impidiendo la ingesta de bebidas alcohólicas; y en la confesión cristiana, la contrición y la penitencia, medidas sanadoras del alma de los creyentes, precursoras remotas de la psicoterapia.
Hay que descalzarse para entrar a los oratorios, reverenciar ha de ser un acto reflejo, como respirar. A Buda no han de pedírsele milagros y en consecuencia tampoco agradecérselos. A lo que conducen los cánticos y los rezos, las genuflexiones y las oraciones puede llamársele Nirvana, ese lugar en ninguna parte adonde se escucha el idioma de los pájaros, que no es otro que el latir involuntario del corazón del mundo. Puede ella llorar hasta perder el aliento, como en efecto llora, puede ella prolongar el llanto hasta más allá de toda prudencia y sollozar y hurlar, sentada como está en posición de loto, rodeada de coreanos y chinos, de pocos japoneses, de muchas mujeres, de pocos niños, que nadie habrá de sorprenderse ni mucho menos preguntarle porqué llora: ni una sola persona le ofrecerá un hombro, ni ayuda alguna. Tal como pasan los pájaros entre los siempre verdes árboles y las nubes, tal como sopla el viento haciendo girar los residuos del fuego extinto en el que han ardido papeles y ramas y se han elevado humos hacia el recuerdo de los difuntos, tal es el orden incuestionable de la vida. Llorar desata en ella todas las tristezas vividas, allí pueden ser vertidas en sal y agua, allí están las enormes orejas de Buda para escuchar sus impronunciadas palabras, allí puede sollozar sin desatar lástima ni conmiseración, allí no hay sacerdote ni párroco que pondere las virtudes del catecismo, ni rabino que encierre en los valores numéricos el significado de las cosas, allí desaparece la unicidad y el temor a la muerte que no es otra cosa que la continuidad del movimiento perpetuo. Una repetición que implica el bien común, el trabajo y la oración. Luego cada quien podrá pasar por la tienda y llevarse, según sus posibilidades, un Buda niño o uno viejo, un libro santo o un disco de mantras, una vajilla de cerámica ritualmente verde jaspe; incienso, postales, libros, cuadros, campanas. O saborear dulces de frutos secos y torta de arroz.
Lloro, lloro, lloro porque soy incapaz de contener en mi cuerpo desentrenado la energía ritual que nos absorbe. Lloro como si al hacerlo pudiera alcanzar para mi mente la ingravidez. Lloro para nublar mis ojos desentrenados que se asustan ante el albo. Sollozo en trance y gimoteo. Van quedando en tierra los recuerdos tristes, la muerte de mi madre, la pérdida de amigos, la aforística soledad. He accedido al silencio, a la nívea epidermis del más allá. Kim Minsu también. El coreano dona en tributo gran parte de su odio, la abominación hacia los terceros incompetentes, mediocres, irresponsables. La piel que él roza recubre el cuerpo memorioso del pasado, un fino bisturí místico le permite amputarle cualquier imperfección, puede verse inmovilizado con sus hijas y con la madre de las niñas, como en una fotografía tomada con un lente gran angular. Allí están los cuatro para conformar desde el presente un pasado que de haber sido posible habría minimizado todas las causales posibles del odio viril que siente Kim Minsu contra la humanidad, menos una vez al año, cuando se rinde ante la montaña mágica. Liberada la obsesión podrá volver nuevamente a su segunda esposa y a la realidad real de habitar en un piso alto de uno de los siete que conforman el conjunto residencial y podrá seguir sorteando la basura según sea de papel, vidrio o plástico. Podrá igualmente acompañar a su esposa a la escuela confuciana a practicar caligrafía con tinta china, o quedarse en casa mirando en el televisor, los últimos acontecimientos abominables de la menuda historia coloquial que los periodistas narran y muestran como productos terminados de la industria del espectáculo mundial. A él también le ha pasado por la mente comprarse un automóvil para no depender del transporte público en sus visitas al templo y evitar con ello el tropiezo con terceros, pero siempre pospone la decisión por el costo del combustible y de los seguros obligatorios, por un lado, y también por temor a los insufribles embotellamientos. Kim Minsu, el real, el verdadero, es uno de los muchos hombres que allí oran impenetrables, incomprensibles para el occidental aunque trate de inventarlos y de transferirse en ellos.
Como la flor, Kim Minsu es una diseminación de posibilidades. Si se las quiere comparar con los girasoles, por su eterna búsqueda de energía sideral, habrá que tomar en cuenta que sujetos a los estragos del viento y a marchitarse en la oscuridad, son al mismo tiempo, ópalos de fuego.
Un guía turístico ilustra a un minúsculo grupo de ingleses sobre las virtudes de algunos monjes. Siendo éstas intangibles e inmensurables en vida, siendo como es el alma la atmósfera del planeta hombre, una vez muertos e incinerados los cadáveres de los más sabios y devotos budistas, puede hallarse entre las cenizas una variedad de piedras preciosas conocidas en Corea como Saris. Intento encontrar la mirada de Kim Minsu para compartir con él el hallazgo, pero él ha desaparecido. Recobrada mi soledad, miro en lontananza para no ver nada y ser envuelta por el denso aroma que desprenden los heliotropos de un jardín aledaño al Templo. El espectro, entre blanco y violeta refleja los rayos solares a gran distancia mientras se aproxima el crepúsculo bermejo típico de Asia. Un aroma de vainilla me impregna y me transporta hasta hacerme creer que el jaspe verde oscuro con manchas blancas que estoy viendo no es otra cosa que las numerosas flores hermafroditas del heliotropo. Entiendo y acato, los autobuses se preparan para regresar a Taegu, la oscuridad avanza lentamente engullendo los colores de la naturaleza; se mezcla con la bruma y revive el acecho de Janymecheta. Moon ¿adonde estás? Hace frío.

Moon ha recobrado el patrimonio nocturno, lo han dado de alta, ningún delito pesa contra él, vagabundea obediente a una libertad plena, a un libre albedrío que no había conocido jamás. Se aleja del río Hang sintiéndose poderoso porque domina perfectamente los signos de dos lenguas diametralmente opuestas. El introvertido coreano y el extrovertido inglés le permiten jugar con numerosas permutaciones, cada significado adquiere en la oscuridad luminosidad propia. Ha saldado, piensa, su deuda con la pobreza y con la guerra que signaron su infancia y su juventud, ya no es inmigrante asiático en un país que lo tilda ni tampoco hijo pródigo en regreso fecundo a la tierra matriarcal. Está consciente de haber orinado por la borda todo flujo de culpabilidad ancestral y que así, libre, podrá comenzar de nuevo la vida. Menos tardan los remordimientos en aflorar que la melancolía en incrementarse ante la brevedad de un instante de irrealidad. Mucho antes de lo que hubiera deseado Moon sabe, sin verdaderamente decidirlo, que debe volver a casa, no tiene derecho de hacer sufrir a su madre. Desandando su voluntad libérrima, se concede aún algunos instantes de lo que debería ser la vida: un eterno vagabundear, beber cerveza, libar frutas, acariciar la aterciopelada nada. Para qué amargarse pensando en el dinero necesario para tal desvarío, ¿acaso han de ser sustentables las fantasías? Ya se encargarían las mujeres de recordarle sus obligaciones, para eso están, para la conservación de la especie y de las convenciones, bien lo ha verbalizado su amigo Bloom, el de Chicago, cuando tomando como cosacos y fumando como turcos, desmontaban sus mutuas convicciones. ¿Adonde estará Bloom a estas horas? Para él aún ha de ser ayer, no lo envidio, mi ayer era aceptar un trabajo corporativo y casarme, lo de hoy ¿qué es?: una aporía. Bienvenida duda bienaventurada, bienvenida aventura siempre pospuesta. Así dicho suena bien dilatar los pasos del regreso a casa, que dure un poco más la irresponsabilidad, encontrar el bar mejor surtido, quiero bailar hasta que amanezca, oler a diversión y no pensar. Ay, madre querida, te desengaño, por nada de este mundo añoro regresar a casa, a mi cuarto de niño, a sofocar el gemido sexual, a someterme al deber. ¿Y mi novia?, no sé, me pidió la tarde libre, que no halle pues extraño que me tome yo la noche. Además, no puede verdaderamente conocer Corea sino exponiéndose a aquéllo de lo que he tratado todo el tiempo de protegerla. He querido minimizar a sus ojos el poder matriarcal, le he hecho creer, por puro amor, que todo será como ella quiera, mi mentira ha sido venial y culposa, he recuperado la virilidad seulita, ella debe saber que los hombres somos hombres y las mujeres mujeres, de ningún otro modo podría conocernos mejor que conviviendo unas horas sola con mi mamá. Pero qué cosas me oigo pensar, a mí que ya había logrado convertirme en un ciudadano del mundo, a mí que había logrado derrotar el sexismo y que hallé gran placer en compartirlo todo con ella, mi amada, mi compañera. Cómo es que me desdoblo para ser y no ser varios hombres a la vez, el que podría mañana mismo recuperar el espacio del diálogo empresarial con tan solo argüir una excusa sustentable y el que nunca más quiere volver a sometimiento alguno. Pero qué hago, rumio y pienso, cuando lo que quiero es bailar y ahora que bailo, lo que quiero es contarle a mi novia lo que me ha sucedido, porque ningún suceso existe sin testimonio. Se que ella sabrá entender, ella lo entiende todo. Sólo que todo se acaba, se acaban hasta las palabras, el universo entero es musical, la percusión es fantástica, tun tun tun, la vida es una batería, qué suene a rabiar Madonna, poco importa si soy el tercero o el décimo hombre del tren humano. Sudor vaporizado, inhalo mi propio humor, esta vez se condensa, lluevo sobre cabezas húmedas, atino el pozo séptico con puntería magistral, saltamos abrazados, nos abrasamos, algunos besos se cuelan en éxtasis, algunas sensaciones digitales no feminizan. Somos hermafroditas en la pista de baile. Lo somos todos, los empleados y los profesionales de libre ejercicio, los operarios y los técnicos, hip hop, la noche. A nadie le conozco el nombre, con todos bailo, incluso conmigo mismo. A veces todos me imitan, otras los copio yo, hacemos círculos para romperlos, hacemos coros y desafinamos, pedimos otra ronda de sandía y de melón, no escatimamos en ruidos para compartir el deleite de reponernos en fluidos, el paladar agradece el dulzor, la lengua juega a hacer orificios, a penetrar, y luego intervienen los dientes para reducir las frutas a zumo. “Las manos para arriba, las manos para abajo, bien apretaditos” suena ora la rumba, ora el rock ye ye. Como flor silvestre arrancada de raíz, aparece repentinamente en escena una trigueña guarachera, la evocación fantástica de ultramar, del son cubano, de la cumbia colombiana, del merengue dominicano, de la salsa puertorriqueña, de la fusión latina. El público coreano enloquece, sus manos se hacen insuficientes para aplaudir tantas turgencias, ritmos, movimientos y cadencias. Muchos querrían tocarla para garantizar mediante el tacto que semejante portento sea de carne y hueso y no una holografía, de esas, cada vez más perfectas, que van poblando los espacios urbanos sustituyendo la realidad óptica por otra electromagnética. A los hombres el olor desconocido y exótico que emana la mujer y que los inunda hasta ensoberbecerlos, los lanza con pasión al esfuerzo de imitarla y aprenden a corear en español todas las exclamaciones posibles, desde el “olé” cuando de lo que se trata es de rumba flamenca, hasta el famoso grito de “azúcar” cuando interpreta, a petición de los clientes, las canciones de Celia Cruz, cuyo nombre convierten los coreanos, en estribillo y en canon, en Ceria Cluz. El ritmo latino arrasa, es ciclón; los gritos de los fanáticos semejan el viento huracanado que arranca cada año los cimientos de la precaria casa de latón y cinc de donde proviene la protagonista de la noche. Ríos de maquillaje en descomposición dejan surcos profundos en la lejana cara de la mujer que baila, en su mente sólo calcula los dólares que sueña con reunir para regresar a su país. La cuenta regresiva se ha estropeado, cada día que transcurre le distancia más el dichoso retorno, cada minuto de trabajo la acerca más a esa imago híbrida que le han ido construyendo, cada vez le cuesta más someterse a la metamorfosis, recuperar su cara anterior, aquella de la que nunca había bailado en Corea ni se había exhibido en Japón, para regresar al subdesarrollo, para cumplir la otra fase del ciclo inexorable que la conducirá de nuevo a los salones de baile de Asia para volver a reunir los dólares necesarios para de nuevo regresar y darle así sustento a su madre y a sus hermanos, alimentar la ilusión de algún celoso pretendiente y comer, por fin, asado criollo, tortillas y frijoles. No es que Moon ande a tan avanzada hora averiguándole la vida a la diva, él, que viene de Chicago, está saturado de historias de chicanas, pero el run run boca-oído adquiere tanta importancia que nadie querría perdérselo. El rumor se convierte en cadáver exquisito al cual se le va añadiendo coloratura para que cada cual le de rienda suelda al relato. La historia sin fin de la cantante latina desata las más recónditas fantasías narrativas en los desvelados seulitas. Recónditas sí, pero también breves, pues el espectáculo prosigue con la aparición de otra chica, esta vez caucásica, sobre cuya procedencia sólo Moon se pregunta, acaso sea porque encuentre en su contextura un ligero parecido a las chicas centroeuropeas que ha visto sobrevivir en el bar de Chicago bajo la jocosa pero férrea supervisión de su amigo Bloom, cuyo recuerdo vuelve a arrancarle peligrosas remembranzas y, por supuesto, dudas sobre la eventualidad de regresar a los Estados Unidos. Cansado de sus propias indecisiones se deja tentar por el nuevo ritmo, jamás se hubiera podido imaginar semejante vida nocturna en Seúl, mucho menos verse involucrado, en breves horas, en un cosmopolitismo tan exacerbado. La sola idea de regresar al hogar materno le produce un polivalente malestar. Querría vivir un tiempo indefinido en tránsito, no asentarse, no obedecer, ni casarse, sólo ampliar el espectro, en suma, sólo gozar un inusitado egocentrismo. Pero el sueño de libertad llega pronto a su final, la cuenta le es presentada sin derecho a pataleo, en Seúl como en Chicago, la hora de cierre es impiedosa. Echado a la calle, debe retomar la incómoda conducción de sus pasos hacia la vida real. Dubitativo, pretende, sin embargo, prolongar el desvarío cuando, sobreponiéndose a su timidez se aposta para esperar a la mulata a la salida del local. Transcurren penosos minutos, y cuando al fin la ve indefensamente flanqueada por otro coreano, una repentina vergüenza lo embarga al verse reflejado en similar estado de desesperación. Con el escaso decoro que le resta, tras los excesos de la noche, desanda sus intenciones y emprende una retirada zigzagueante hacia el indeseado retorno, uno reconcentrado en un terrible dolor de cabeza, de una cabeza reencontrada cuyo dolor físico resulta casi irrisorio en comparación con los tumbos psicológicos que como una espiral ascendente y concéntrica va apretando el entresijo del ejecutivo penitente, del flamante prospecto corporativo en trance de arrepentimiento, del rutilante prometido a un matrimonio mixto, al renunciante, al contratante. El invisible manómetro está a punto de reventar bajo la fatigante presión de la intermitente noche. Moon cae al fin, abatido, en una cama de hotel. Ha sido otro quien ha llenado los requisitos para su acceso, otro el que ha tomado la decisión por él, pues le resulta ajeno el hecho de haberse comunicado en su propia lengua materna, en una calle aledaña a su propia casa materna, al pedido de un somnoliento dependiente que le exigía una dirección, un teléfono, una tarjeta de crédito. Ha sido el cosmopolita Moon quien ha suministrado los datos exigidos en la recepción del hotel, quien ha sorteado exitosamente todos los escollos para hacer reposar al adolorido coreano que es y ahora, decapitado, duerme a pierna suelta confiriéndole al futuro todo el poder sobre las decisiones.

La duda cobra fuerza a medida que se multiplican las variables de lo posible, en cambio se reduce a acción cuando lo objetivo no tiene remedio. Soy yo otra vez, la de los aforismos, sólo que ahora las palabras están siendo invadidas y reemplazadas por un inefable agravio, o mejor dicho por una gravidez. Hasta ahora pensaba que el atraso menstrual no tenía más origen que los cambios geográficos, climáticos, horarios, pero una sospecha cobra fuerza en mis vísceras, un hormigueo extraño me anuncia un cataclismo genético. Busco frenética a quien decírselo, preciso ayuda, voy a vomitar. Aquello que en mis tripas se agita demanda ser espetado. Me vienen arcadas, una acidez me carcome, un ser me comanda, tiene sed, hambre, pide, pide. Presiento un hijo, lo vislumbro asiático, le canturreo en español. Janymecheta viene tras él, lo sé, lo sé, lo sé. Viene por lo suyo, por su sangre y sus tradiciones. Lo primero ha de ser la boca para aprender a callar. Corro, corro, corro. Olvidada de todos y de todo sólo quiero regresar a occidente, esconderlo, protegerlo, liberarlo, acunarlo. Palpo en el fondo de mi cartera la seguridad que me brinda mi pasaporte y enfilo toda energía hacia el retorno. Que nazca pues mi niño sin referencias ni anclajes, sin coordenadas ni husos. Regreso a lo conocido. Ahora que conozco el sistema de telefonía pública de Corea, me aventuro a llamar nuevamente a Moon.
—Alo alo, Moon Moon, me oigo decir, pero la voz del otro lado no atina a darme respuestas inteligibles.
—Me voy a Estados Unidos, le digo a la invisibilidad y obtengo de ella más imperceptibilidad y más incomprensión. Y entonces acelero mis palabras pues no soporto el tinglado cardíaco que me tiene armado el miedo. En la incomunicación veo descollar a Janymecheta y me llevo instintivamente ambas manos al vientre, el auricular cae entonces por su propio peso convirtiéndose en sentido inerme. La súbita determinación acorta el recorrido invertido, antes de lo previsto estoy de vuelta en Taegu y de nuevo oigo en sucesión los nombres de las estaciones que me separan de Seúl, sólo quiero ganar el aeropuerto, sólo quiero proteger aquello que crece en mi interior, sea hijo o ideal. Por ahora estoy protegida de otras dudas. Sólo espero que también Moon esté a salvo de si mismo y de mí, de nuestras cruentas dudas y de Janymecheta.

Fina filigrana, urdimbre casi invisible teje y trama la realidad al destrenzar los flecos ficticios, incluyendo el idealismo femenino o la fantasía juvenil. Sin embargo nunca nada vuelve a ser igual, él que vivía en el terreno de las decisiones pragmáticas navega ahora en las aguas turbulentas del subconsciente onírico mientras que ella, la de las grandes hipótesis existenciales y los sueños, pisa ahora la escamosa tierra real. Irse de Corea, retornar de Asia, retomar los idiomas y los signos conocidos. Troza, desmenuza, reduce y subyuga. Para llevarla al aeropuerto de Seúl el taxista que la conduce atraviesa la ciudad, de ese modo puede ella echarle un último vistazo a las calles y avenidas, edificios y palacios, pero sobre todo al murmullo incesante de una gente laboriosa de quien no querría despedirse sin haberla conocido mejor. La melancolía se le presenta esta vez con ansia. Deglute lentamente, hace ejercicios de respiración, intenta visualizar el confort del otro lado del Océano. El río, sus puentes, la llanura, las canteras de granito todo va quedando atrás, tan atrás como si nunca hubieran existido.
—No señor, no tengo maletas sólo este bagaje –le dice al dependiente.
—No veo bagaje alguno –reclama el empleado de la línea aérea.
—Perdone usted, pensaba en voz alta, no, efectivamente, no llevo bulto alguno. ¿Podría usted indicarme la ubicación de una farmacia? Necesito una medicina contra el mareo.
—Pruebe usted primero con un té verde. Le repondrá los minerales, le mermará la ansiedad, le hará bien, se lo aseguro.
—Gracias, muchas gracias –me oigo responderle mientras me veo aceptar de sus menudas manos el sobrecillo de te verde que tan generosamente me ofrenda.
El aeropuerto de Seúl comienza a empequeñecerse aun antes de separarme de él. Lo recorro de un extremo al otro, primero con la mirada, luego a cuerpo entero, bebo la infusión bajo la mirada vigilante de otro atento dependiente que quiere a toda costa practicar su inglés conmigo. No consigo desliarme. Hacerle entender que abogo por silencio, que lo que más deseo es callar, que estoy agotada. “Janymecheta” le espeto en un último y dual intento de silenciarlo o de obtener de él, al fin, la única respuesta a la que podría aun condescender.
“Ah Janymecheta ah”, dice muy a la manera asiática de demostrar interés sin estridencia y virando la mirada hacia el extremo izquierdo de su propio globo ocular en procura de un léxico en inglés que le permita explicarme de algún modo lo que cree que quiero saber. Es intraducible, concluye visiblemente desilusionado “¿Me entiende usted?”
Sí. Es lo único que entiendo: que algunos vocablos no admiten traducción. Acaso pueda llegar hasta saber que éste sólo aplica a las mujeres y que tiene que ver con persecución, sometimiento, obediencia, rebeldía, melancolía y soledad. Constato que nuevamente hablo sola, pues el interlocutor ha sido solicitado por un comensal exigente que le demanda, sin que medien sentimientos, sopas, fideos, kimchi y una ración de saltamontes asados. El pedido me produce una sonrisa de satisfacción, pues lo he entendido en coreano. Debo alejarme lo antes posible, no podría, en mi estado, soportar los olores que se implican.

Las paredes se ladean, soy Moon pero no lo soy porque cuando estoy soñando soy catapulta de mi mismo. Soy el que salta y el propulsor del salto. Todo soy yo, es decir nada. Completitud soy y vacío. Adquiero cohesión mercurial en mi desplazamiento y al concentrarme dejo para los demás apenas un holograma con mi recorrido. Desde esa silenciosa estancia evoco historias. En ellas, corporeizado, hago el papel de observador. Desde allí miro el gran progreso asiático. Acero, plasma, titanio, aire son los materiales de construcción que transportan inmensos polipastos por encima de los miles de transeúntes que hormigueamos por las avenidas del ayer. Ahora soy el brillo de los metales y la tensión de las cabillas, soy también el margen de error y el éter que se desplaza a medida que los espacios van siendo ocupados por edificios. Soy la verticalidad en avance hacia el cenit pese a mi postura horizontal. Estoy sobresaturado de estática, son invisibles las chispas que genera la clarividencia. A ratos creo ganar conciencia, creo saber que sólo es un sueño este absurdo desmoronar todo interés a beneficio del más allá, pero, en esos breves instantes de lucidez, añoro la total irresponsabilidad, el dominio absoluto de las endorfinas, la aparición ácrata de la liviandad, la desaparición de las palabras y en consecuencia de la descripción de los hechos y la narración de los sucesos. Ssshhh así, como ahora, que todo sea así, nacarado para siempre por los siglos de los siglos. Nácar, ámbar, coral, lapislázuli, trasluz, tragaluz, caída libre, ascenso ingrávido, lentitud.

Vómito. Es de conocimiento público que la resaca, cuando involucra fermentación produce emolientes, pero en este mar rosáceo en el que Moon aspira los humores de su regurgitada ingesta desproporcionada y abisal todo vale, incluso el desleimiento. Disgregarse, disociarse forma parte del viaje inverso, ni siquiera uno regresivo, sino hacia la sinrazón en el que sea permitida precisamente la irracionalidad como estado natural, como retorno a la animalidad, a la zoología, al vértice del eslabón perdido, al origen de aquello que pudo haber sido el hombre de haber evolucionado en otra dirección. Desandar el cúmulo de conocimientos que lo han llevado a la exasperación, al desbordamiento, al límite franqueable, al punto obtuso de la amoralidad; que igualmente lo ha regresado al primitivismo, pero a uno perverso, inducido y antinatural. Moon sueña que aúlla, pero lo hace sin buscar en ello referentes pues nada lo vincula a la loba fundacional de Roma, al cuento de Perrault ni a lobo alguno que no sea él mismo. El olor agridulce de su propia excrecencia frugal desata en su sueño un apetito carnívoro, aúlla pues desde lo alto de un acantilado, su pelambre argentada brilla a los ojos de sí mismo, el orgullo animal no se avecinda con el sentido de la ostentación sino con el instinto de supervivencia, de apareamiento. Huele a hembra en su sueño animal, a hembra en vivisección. Aúlla. Aúllo, aúllo, aúllo, en el sonido prolongo la eyaculación. Autófago me devoro. Después de semejante orgasmo sólo mi propia carne me sacia. Que se confunda pues, en mi sueño el crujir de mi fémur con el de mis mandíbulas en embestida, las fibras musculosas de mis tejidos se anuden en mi lengua, la estrangulen y con ello me causen placer. Qué lamer mis heridas sólo acreciente mi apetito porque al saciarme, habré acabado conmigo. Anárquica es la urdimbre del sueño, de pronto el proscenio en el que se consume el supremo autocanibalismo conquista el perímetro del universo en contracción y el que sueña ejerce la fuerza centrípeta echándolo todo fuera de sí. Las paredes entonces desaparecen absorbidas por el invisible ciclón y el terror de renacer le impide al que sueña despertar del todo. En semivigilia se prolongan aun las posibilidades de soñar. Pero son sueños cuyos comandos psicológicos quedan bajo resguardo lógico; se confunden con los deseos.
Moon retiene involuntariamente la respiración para prolongar mediante una falsa oxigenación un estado alterado. Pero no tiene caso, antes de lo que quisiera se ha despertado y ha de enfrentarse nuevamente con su madre, con la decisión laboral, con la disyuntiva amorosa y antes que nada con la higiene. La regadera del hotel desata en su cabeza una cascada de raciocinio pero no le alivia el dolor de cabeza. Se mira al espejo y se detiene en la inclinación de sus ojos, allí, en su rasgo asiático más evidente, ubica una de las incógnitas más preciosas que se ha planteado en su vida. Escoger un camino alterno, ninguno de los señalados, dar un voluntario salto. No quedarse en Asia ni regresar a los Estados Unidos, no aceptar el trabajo corporativo ni casarse. No reencontrarse con el pasado ni con el futuro predeterminado. Buscar en otro idioma y en otro desempeño la huída. Va cobrando fuerza en su fuero interno la investidura de conquistar la alteridad en francés. Se antoja de París, del Sena, del Barrio Latino. O, en su defecto, de Martinica, en el ultramar americano. La felicidad reside en lo desconocido, en descubrirlo, en conquistarlo. Ahora está preparado para enfrentarlo todo, a encarar los reclamos de su madre, la desaparición de su prometida, las torceduras de la memoria. Nada puede resarcir mejor al inseguro como el desplazamiento de las decisiones, ya no preocuparse por el presente sino fantasear con un futuro promisorio, uno en el que las palabras designen otros significados, uno en el que al conjugar los verbos haya que carburar otras ordenanzas gramaticales. Sólo que las decisiones intempestivas de quienes no saben tomarlas suelen esfumarse sin estela y generan dudas superiores. Es así como Moon descarta plenamente un destino occidental para acariciar otros galicismos. El de la Costa de Marfil, el del Líbano aristocrático. De todos modos conserva el derrotero afrancesado y mientras se dirige, con paso tambaleante, hacia la calle, va repitiéndose en alta voz, la decena de palabras que recuerda del francés aprendido en la infancia. Vocablos casi siempre ligados a las enaguas de alguna que otra maestra de primaria y ocasionalmente a escritores, como el caso de André Malraux, cuyo desempeño político, cultural y bélico le fue descrito alguna vez en lontananza. Helo pues diciéndole “merci” al primer transeúnte y “bon jour” al segundo. Sus desvaríos son mal recibidos en la aceleración matutina que exige de los coreanos más destreza que zalamerías idiomáticas. Pero Moon, inmutable, continúa pronunciando en francés. Una ayuma lo encara con disgusto, qué es eso de andar bobeando. Él agradecido, aprovecha para responderle: “Ay señora, lo que ocurre es que me voy, he decidido vivir en francés y estoy practicando ¿me entiende usted?” A la negativa malhumorada que recibe como única respuesta, Moon, contesta aún más afrancesado, “c´est la vie madame, je vais checher mon destin ailleurs”, dicho lo cual y sorprendido en su desconocida locuacidad, Moon va encontrando en su inconsciencia cierta infinitud de palabras, de significaciones ulteriores. Cuando algunas jovencitas vociferan burlas contra él, les asesta un mohín peyorativo, ces jeunes filles rien ne savent. Apenas concluye la frase se corrige pues se percata de que ha dejado el verbo para el final a la manera coreana. Luego se felicita satisfecho por lo mucho que ha avanzado en el camino de su audeterminación. Soslaya los pormenores, ignora el tipo de visado que podrían exigirle, evita pensar en cuál sería su fuente de sustento si llegara a concretar sus planes. El aspecto realista y pragmático sólo enturbia los delirios del escapista, cuya autoimagen adquiere visos cinematográficos. En las películas no siempre ha de mostrarse cómo llega el protagonista al aeropuerto y, sin embargo, se lo ve recorriendo infinitos pasillos alfombrados en una asepsia casi farmacéutica en el que los microbios quedan suspendidos y prácticamente criogenizados. Los protagonistas de novela, como él mismo, sólo tienen problemas a la hora de presentarse en la terminal aérea cuando la trama es policial o política, lo cual definitivamente no es su caso. Él lleva, cual modelo publicitario, su tarjeta de crédito dorada, como corresponde a su categórico prototipo de empleado corporativo multinacional y si es cierto que su aspecto no encaja en el estándar, la ajadura, el despeinado y la incipiente pelusa que se asoma por encima de su labio superior, pasan totalmente inadvertidos a los ojos totalmente indiferentes de los empleados aeronáuticos. Algún miedo queda retenido en su glotis, uno grueso, ácido, nauseabundo. Supera el arqueo haciendo un esfuerzo respiratorio, la azafata le ofrece agua, a cambio, Moon se bebe íntegros sus ojos. Otra forma de huída de los indecisos consiste en ocuparse de otros. Eso exactamente hace Moon ahora al entablar con la azafata una conversación casi enteramente monosilábica. Ella no tiene tiempo para chácharas, el avión viaja lleno, cada pasajero debe ser debidamente registrado, según el apellido, por la cantidad y la calidad de su equipaje, por el localizador que se le ha asignado, por el puesto que ocupará en el avión. A cada uno habrá de preguntarle sobre el contenido de las maletas y también si ha recibido ayuda a la hora de empacarlas, inquirirá también sobre posibles encomiendas y no dejará en ninguno dudas acerca de la hora del embarque ni la puerta de salida. La repetición ad infinitum hipnotiza a Moon. La azafata se convierte para él en sacerdotisa, sacraliza por tanto cada una de sus palabras y sede sin espasmo a lo que parece ser una novata tentación, la de huir al revés, en un ida-regreso. Encandilado por dulces, simples y femeninas voces coreanas, Moon goza de una regresión. Se trata de un retorno similar al de las grullas, pues al igual que ellas, lleva en los genes y en las alas toda la información que requiere. Sabe como ellas que sólo huía para preservarse del frío, de una congelada realidad que reducía a absurda dualidad todo el contenido de su existencia. En cambio, el llamado sencillo de la tierra y del idioma en boca de una mujer hermosamente sencilla y de enigmática transparencia, le augura un renacimiento. Instintivamente se arma de paciencia, si para venir a este mundo requirió nueve meses de incubación, si para abandonarlo habría hecho falta cambiar de lengua, si para dudar toda retórica le resultó insuficiente y si para existir hubo de imaginar y ser imaginado, ahora, frente al eventual hallazgo de la mujer de su vida, no sería menos paciente, ni menos apalabrado, ni tampoco menos imaginativo. Buscó un ángulo desde donde vigilar cada gesto de la azafata y quedó sembrado en ese espacio de la fantasía al que se entregan con frecuencia los enamorados. La colmó pues de regalos y de flores imaginarias, la llevó a bailar y a navegar por el río Han, esta vez de día, sin repercusiones ni remordimientos; le brindó chocolates y helado, la llevó a bailar y le leyó fábulas; le inventó una infancia y una familia a la cual cortejar de por vida. La espió desde su inusual escondrijo hasta atraer su mirada y en ese intercambio consumó un destino prefigurado. Ella esquiva, como correspondía a las expectativas de él, le pidió explicaciones por su errático comportamiento. Estupendo, pensó él, una coreana a la defensiva equivale al primer paso hacia la conquista, pues significa que le ha conferido jerarquía al atacante. De otro modo lo habría ignorado, pero no, hela allí exigiéndole fidelidad, argumentos, elucidaciones. Exponiendo ante sus ojos facultades conyugales, abriéndosele como un futuro promisorio. Moon entra al ruedo presa de su propia destreza; sabe, pues, eludir y encarar, ceder y empinarse. Como resultado del forcejeo, queda acordado un segundo encuentro ineludible. Moon emprende el regreso a casa investido de hombría, de una dignidad incuestionable, de una autoridad patriarcal cuyo revestimiento podría ser considerado un chaleco antibalas. Ningún reclamo, ni aún el más amoroso, ni siquiera el maternal, podrá infiltrársele. En el trayecto en autobús, de regreso hacia Seúl, Moon escarba en el recuerdo de su amigo Bloom, el de Chicago, y se vale de él para convertir nuevamente su pensamiento en imaginario diálogo.
“Bloom –le dice– si tienes problema de identidad, búscate una buena chica judía, verás como regresan desde tu inconsciente atávico todos los códigos tácitos. Puede que te encandile una mujer exótica, una asiática, por ejemplo, pero no podrás entenderte jamás verdaderamente con ella. Habrás de vértelas con el contraste entre lo que tu mismo inventas de ella y lo que en verdad es. Pasarás años exiliándola al colocarla en la mira de tus especulaciones y haciéndola sentir mero objeto de tus lucubraciones. Y, si llegas a superar tu propia razón y te entregas a las veleidades de la complementariedad, te sentirás pronto desencantado, pues habrá desaparecido por completo el exotismo primigenio y, en cambio, habrá reflotado la medianía globalizadora que convierte a las mujeres, sin distingo de raza, religión o idiosincrasia, en unívocas consumistas de bienes materiales, de espectáculos musicales, de afectos secundarios y en coleccionistas de idénticas fotografías digitales: de graduaciones, matrimonios, bautizos, comuniones, excursiones, paseos, viajes. Todo en un inglés desprovisto de flores. En cambio, todo esto, aunque sea igual y lo mismo, gozará de un aditivo calórico, si encuentras una mujer que entienda tus silencios, por parecerse a los de su propio padre; que entienda tus explosiones temperamentales, por haberlas vivido antes y que sepa exactamente cómo desesperarte, como lo supo hacer siempre tu propia madre”.
“Moon –le responde Bloom desde el fondo de sus propias e imaginarias reflexiones– así como quien busca consejero sabe de antemano el consejo que desea recibir, de igual modo buscas tu convencerme con consejos que no he solicitado. Si lo que quieres es mi bendición, te ofrezco, incluso asistir a tu boda coreana, saborear cada bocado, desde anguilas, hasta insectos, desde algas hasta musgo, pero no quieras emparentarme con judía alguna, ni con coreana, ni con mujer alguna. Escribo, ¿me entiendes?: escribo y al hacerlo, soy hombre y mujer, monoteísta y pagano, humano y extraterrestre, carne y robot, uno y múltiple. Y si alguna vez encuentro en la realidad, una pareja digna de la literatura que me precede, emprenderé con ella un romance tan sumamente literario, que será más pulsión que acto solemne, más concatenación de palabras que efectivo diálogo, más conjunción poética universal que cotidiano desayuno. Las mujeres en mi vida han sido también hombres y travestís; gatos; mi propio padre, mi primogénita hermana. Si surgiera ante mis ojos, no albergo prejuicio tampoco contra la buena judía que me auguras. Puede que surja directamente de mis recuerdos juveniles. Tengo memoria de haber llorado a los dieciséis años por el amor de una, que sólo añoraba huir de las lúgubres remembranzas familiares y de los ritos asquenazíes, y bailar como los negros. Hubo otra, en cambio, portadora de los más fructíferos complejos de culpa, se los echaba encima aún sin darse cuenta. Se sentía responsable por el hambre en Biafra, por los atentados terroristas en Israel, por las bajas notas de sus amigas gentiles y me volvía loco en su intento de catequizarme hacia las grandes causas de la humanidad, la de Freud, la de Marx, la del ayuno sanador del Yom Kipur, y, cuando, presa de sus estupendos muslos, estuve a punto de sucumbir, se empinó sobre sus propias directrices para transferirme todas las culpas que antes detentaba, convirtiéndome casi instantáneamente en la encarnación del yerro. Fui culpable de sus desventuras, de sus equivocaciones, de sus convencimientos. Habiéndola amado había demostrado debilidades imperdonables. Conseguí zafarme de las trampas de su fe, gracias a la intervención oportuna de sus padres, quienes me echaron abruptamente del seno de su buena familia por mis antecedentes, en cuya averiguación no escatimaron esfuerzo hasta ubicarme en el estrato social improductivo, pues ya se perfilaba en mi horizonte una inclinación perversamente intelectual sin promesa ni herencia financiera. Hubo una tercera judía en mi vida, en ella pienso a menudo, se parecía a mi, vagaba en la incertidumbre, y por ello mismo acabó pronto con lo nuestro, pues quiso convertirme a mi en epicentro de su vida. ¡A mí! ¿Puedes creerlo?, que fuera yo el norte, su norte, nuestro norte. Sacrificarse por mi causa, dedicarse a mí…”
“Pst… bajemos la voz, me parece haber visto a mi prometida avanzando hacia el aeropuerto. La reconozco por el latigazo que ejerce su cabello sobre su gran espalda. Esa espalda rascacielos, desde donde la mirada puede alcanzar otros horizontes, otra escala de colores”.
“¿Qué dices hombre asiático?, que mientras huyes de ella descubres justamente las propiedades de su revés, como si ya no quisieras, nunca más, recordar su rostro, sólo el alejamiento, la despedida”.
“Eso digo amigo Bloom, eso mismo, quiero verla desaparecer en lontananza, alejándose de mi. Mírala conmigo, sé testigo de la soledad que es capaz de incrustarme, mírala conmigo hasta que sea un punto en el horizonte, hasta que se funda en el ocaso y estalle con el último resplandor verde del sol, única habitación posible de nuestro enamoramiento imposible”.

Animada con el eco de su propio sonido siguió vocalizando: “Cargo en mis ojeras pagodas, colinas, praderas y mares. Aún me arañan el paladar los sabores urticantes de algunas variedades del kimchi, los humos y los vapores que exhalan los platillos de bulgogi y arde en mi piel la remembranza abrasadora de Moon a quien creo haber visto a vuelo de pájaro, en un autobús en ruta inversa a la mía. Si acaso vuelvo a verlo alguna vez, no será el mismo, acaso ni siquiera tenga memoria de haber sido alguna vez como es ahora. Por eso mismo siento que me llevo de Corea mucho más de lo que dejo y también más de lo que traje, pues a mi etnocentrismo he añadido sustancia de comparación, a mi hembrismo, moralina occidental, y a mis dudas, una y unívoca capitulación, la de quedar atrapada en la realidad y no haber sido capaz de hacer realidad el sueño estrambótico de vivir una alteridad. Todo aquello que al principio encandila y maravilla, al cabo del tiempo hastía. Tanto más cuando se hace largo y pedregoso el camino, cuyo final decepcionante se va sabiendo de antemano. Aprender coreano, sucumbir al estricto matriarcado y a la vorágine poblacional, adoptar una posición universalista y sobrevivir, suman únicamente a la certeza de la impertinencia una ilusión evolucionista. Me voy antes que dé conmigo Janymecheta”.

La profusión de pasajeros obliga a la viajera a moderarse, sabe que no debe seguir pensando en voz alta, le quedan apenas seis o siete personas por delante a quienes mira con excesiva curiosidad, buscando asir en ellos los últimos vestigios de lo desconocido antes de regresar a occidente, pero también para zafarse el miedo. Y si en alguno viera la ostensible silueta asesina de Janymecheta, encontraría paradoja, ridiculez y comicidad en quedar atrapada justo al momento de haber logrado tomar la decisión de regresar a la realidad conocida. El miedo, cuando tiene su origen en el oído, adquiere musicalidad y ritmo, podría ser trascrito en partitura y luego intervenido o ejecutado por compositores e intérpretes o atrapado en cajas de música, Janymecheta en acordes, en corcheas, en fusas al alcance de una llavecilla que tendrían el efecto sanador de producir mecanismos de defensa entre quienes sufren de audiofobia.
La fila avanza dos pasos, la turbulencia psicológica queda parcialmente disipada por la gentileza excepcional de un hombre que la increpa en inglés:
—¿Qué le ha parecido Corea?
Ella tarda en responder, en verdad preferiría seguir hilvanando infinitas ideas sobre el miedo, seguir infligiéndose inmensas dosis de adrenalina por la implosión en su tímpano de ese algo informe y amenazante. De Janymecheta.
—Más valdría cuantificarla –contesta al fin, irreflexiva– pues Corea me parece mucho. Mucho en contrastes, en sensaciones, en pobladores, en etnocentrismo, en explosión industrial y comercial, en tensión política. Eso en tanto y en cuanto la observemos desde la claraboya hasta donde podemos llegar los visitantes. ¿O es posible entender más sin hablar su lengua?
—Señora no parece usted una turista ordinaria. ¿Es acaso periodista o escritora, psicóloga, socióloga?¬
—Adivine adivinador, pero sólo si me dice primero quién es usted y a qué ha venido a Seúl.
—Soy profesor.
—Pero dígame, ¿sabe usted de Janymecheta?
—No sé de qué me habla, pero podríamos conversarlo con un café, o acaso una bebida más espiritosa.
—Sepa que estoy huyendo, que me persiguen. Le advierto que puede resultarle peligroso conocerme.
—Sólo me abre usted el apetito, no juegue conmigo, ¡acepte!
—¿Cómo podría?, no sé nada de usted, podría ser un cómplice de mis detractores.
—No me tema, en todo caso nos enfrentamos a una larga espera. El viaje será prolongado y por lo que veo vamos al mismo lugar.
—Cierto, a la espera.
Más que trunco, el diálogo los hace avanzar imperceptiblemente hasta la taquilla de control. Una peculiar connivencia crea entre ellos un residuo de familiaridad. Como viejos conocidos van adentrándose en confesiones y manías, en mohines. El pasaporte de él en la mano de ella, de los maletines de ambos se ocupa él. La asignación de asientos queda explícitamente contigua. El rostro, la voz, los ademanes de la azafata quedan grabados en la memoria de los pasajeros como una última mirada rasgada sobre los misterios de Asia. La miran pero no la ven, la oyen pero no la escuchan, sería perfecto preguntarle en este último instante por Janymecheta, ella lo intenta, pero nadie entiende. Nadie. De manera que fantasmagóricas, pululan nuevamente las cuatro sílabas y atronan su tímpano hasta zaherirlo. El miedo adquiere entonces desproporción, la mujer temblorosa se aferra al recién conocido sólo para desprenderse de él en desmesurado desmayo. Transpira, palidece, tiembla, convulsiona. Repentinamente iluminado, el hombre ahuyenta por igual a curiosos y también a posibles salvadores; la alza en rapto y grita a todo pulmón: “¡Atrapen a Janymecheta, atrápenlo!”. Perplejos y asustados los pasajeros rompen filas, formulan preguntas e hipótesis, se acerca la policía, pero nadie logra en verdad explicar las facciones del indiciado, ni los pormenores del pánico generado. En el escarceo han encontrado refugio los fugitivos de Corea; el profesor y su nueva amiga corren hacia la puerta de salida internacional, existe en la huida y en la complicidad una extraña empatía, tal vez similar a la que se apodera de los niños cuando imitan la vida a través de sus juegos, ríen, la mano en la mano escapan hacia lo conocido. Una vez instalados en las butacas del avión, el hombre puede al fin llamarse John, pero la mujer aún oculta su nombre. John remonta el silencio respetándolo, la velocidad suplanta la prisa, aún a novecientos kilómetros el viaje ha de durar más de doce horas continuas siempre hacia el alba. Se deleita ojeándola discretamente y atisbando en ella la silueta de su perfil a contraluz. Verla en blanco y negro le confiere un sentido plástico inusitado, el mismo que producen las actrices en las primeras películas de cine mudo. Aquellas que dejan a los espectadores alelados entre monería y guiño. Sin darse tiempo para cavilar, John resuelve abordarla con franqueza, hablarle de cine, del neorrealismo italiano, de las películas de Visconti. Indulgente, ella se deja arrullar por la voz inocua de su compañero de viaje. Le parece que una conversación típicamente occidental podría resultarle especialmente útil como entrenamiento para regresar a ese otro lado del mundo en el que muy pronto se le exigirán cuentos y anécdotas de su viaje a Asia. John administra sus opiniones y sus relatos personales con gran maestría, busca engancharla. Dime John, ¿de qué eres maestro, o me habías dicho profesor?, inquiere ella. Él aprovecha el inicio del interrogatorio, que según su experiencia suelen desplegar las mujeres para, desde una posición cómoda y defensiva, evitar los peligros inherentes a la espontaneidad, para retarla en un juego que consiste, según le explica, en contestar a sus preguntas sólo como intercambio, es decir por cada respuesta de ella, recibirá una de él.
—Ya te dije que me llamo John, ahora te toca a ti decirme tu nombre.
Ella cavila durante unos instantes sobre la sempiterna posibilidad de mentirle, o mejor dicho de inventarse un nombre, una identidad, unos gustos, pues en definitiva se trata de un encuentro circunstancial, de un entretenimiento social, de una banalidad. Dice llamarse Victoria, en honor a la de Samotracia, la escultura favorita de sus padres, ante cuya maravilla se rindieron cada vez que visitaron el Louvre durante el tiempo en que vivieron en París. Él, satisfecho con la inesperada amplitud en la respuesta de su interlocutora, la honra, a su vez con detalles: “He venido a Seúl a dictar conferencias corporativas en neurolingüistica, pues las empresas trasnacionales reclutan personal de todas partes del mundo y es importante crearle anclas y referencias a los empleados para que se sientan identificados y puedan optimizar su trabajo sin desmedro de su personalidad”.
Victoria le presta el tipo de atención que desestabiliza el egocentrismo masculino. Ella conoce el poder hipnótico que ejerce la propia voz sobre las personas acostumbradas a conferenciar frente a públicos cautivos. Pero además, saltándose a la torera el acuerdo previo según el cual le tocaría a él el turno de indagar, le lanza con fingido asombro: “¡Ah, entonces eres psicólogo!” La frase truena, se acanala, recrea entre ellos el mismo vínculo lúdico que conocieron al correr hacia el avión agarrados de la mano, hace apenas una hora. “Eres psicólogo –repite ella jocosa– ¡no me digas que eres de los que aplica hipnoterapia…!” Si hay algo en la vida que le gustaría hacer es precisamente someterse a hipnosis y conocer a la mujer cuyo nombre se acaba de inventar; así, pues, estrenando un tono seductor y suplicante, le pide a John que la hipnotice, no sin antes torpedearlo con dudas y sospechas acerca de las truculencias y falsificaciones que se le atribuyen siempre a la hipnosis. Quiere verlo a la defensiva, que la convenza de sus cualidades profesionales y de las virtudes del método, acaso no dice la gente que lo de la hipnosis es pura charlatanería; acaso no se trata de un ardid para incitar al paciente, para inducirlo a obedecer ordenes. La paciencia de John no tiene límites, confiesa haber escuchado aún peores argumentos. Los hay –le dice– desde mediados del siglo XVIII, o quizás desde el XVI, cuando Paracelso comenzó a vincular al ser humano con los cuerpos celestes. Siempre que aparece algo nuevo, es inmediatamente bombardeado por los escépticos.
—¿Qué tiene que ver la gimnasia con la magnesia? ¿Los cuerpos celestes con la hipnosis? ¿Será que la sugestión logra catapultar al hombre hacia el universo sideral? –pregunta Victoria, pero él se ha hecho inmune a la mofa.
Cuando se trata de hablar de lo que hace, John se parece a sí mismo, es decir a todos los hombres. Con retahíla histórica pretende demostrarle a su incrédula interlocutora todo cuanto sabe, comienza hablándole acerca del médico austriaco, Franz Antón Mesmer, y de cómo aplicó la sugestión con efectos terapéuticos.
—No John, no me hables de los antecedentes de la hipnosis, sino de los alcances, cuéntame cuál ha sido tu mayor éxito en su aplicación. Dime si eres capaz de restaurar la memoria del amnésico, curar fobias, neurosis. Dime si puedes producir en tus pacientes un estado de creatividad; hacer que descubran una vocación artística o profesional; ayudarlos a encontrar su personalidad o su identidad; revertirles el sinsentido de la vida; hacerlos volar hacia los confines del mundo, ampliarles el espectro cromático… Dime John ¿sabrías reconocer cuándo mienten? ¿Sabrías diferenciar las historias verdaderas de las ficticias?
—No hablas en serio, Victoria. La hipnosis no es una panacea, sólo se trata de una técnica que permite, mediante la relajación de la conciencia, acceder a los miedos, a los deseos más recónditos. En otras palabras, el paciente que acude a la hipnosis tiene que saber lo que quiere lograr y también debe depositar confianza en el facilitador.
—Tu descripción de la hipnosis me suena comercial y eso que aún no me has dicho cuánto cobras por consulta.
—Si, en cierto modo se parece a un contrato comercial, en el cual se establece entre las partes un convenio de confianza, confidencia y secreto inviolables. Con un objetivo claro, por ejemplo el deseo manifiesto de dejar de fumar, tanto el paciente como el terapeuta pueden ir evaluando los progresos obtenidos. Y sí, se trata de una transacción remunerada cuyo costo es establecido y aprobado con anterioridad al tratamiento. Además ya el mismo Freud en su tiempo había valorado como terapéutico el hecho de que los pacientes paguen la consulta, para establecer de antemano el reconocimiento al médico, y también para enganchar al paciente en un compromiso y en un esfuerzo no sólo psicológico sino también monetario.
Victoria ha perdido momentáneamente el interés, John le resulta demasiado apegado a normas, excesivamente pragmático, abusivamente organizado y sobre todo “gringo”. Le sonríe con cortesía, pero no puede disimular su más sincero desencanto. John lo advierte.
—Victoria, las cosas son como son y no como nos las imaginamos; me parece que habrías preferido fantasear. O reproducir una ficción de esas que se ven en el cine, en las que los protagonistas amnésicos no sólo recobran la memoria sino que expían sus culpas, sus defectos etcétera. Imagínate, si eso fuese verdad…
—Touchée. Me has descubierto, es cierto, me habría encantado divertirme durante el viaje, jugar contigo. No estamos en un consultorio.
—Touché. Tu también me has descubierto, no sé jugar. La hipnosis es mi trabajo, mi desempeño, mi especialidad, mi modo de vida. Sólo puedo abordarlo con seriedad y responsabilidad.
—No te enojes, aun nos quedan más de doce horas de vuelo, podemos volver a empezar a conocernos, con mejor pie. Pero te advierto que no quiero saber si eres casado o soltero, si tienes hijos o hermanos, si tienes perro o gato, si vives en casa o apartamento.
La actitud casi hostil de Victoria sólo activa el interés de John, la mira con inusitada curiosidad, intuye un sufrimiento, le cuesta trabajo deslastrarse de su conocimiento psicológico y tomarse más a la ligera el encuentro fortuito, tanto más porque él mismo querría olvidar ahora que en efecto es casado, que tiene dos hijos adolescentes y un perro o que su viaje a Corea concluía sin conclusión. En verdad lo único que sabía a ciencia cierta era repetir los preceptos de la hipnosis, servirle de facilitador a terceras personas que tuvieran claro aquello que los perturbaba. En verdad, pensaba ahora, sabían de sí mismos más que él de sí, apenas que llevaba veinte años casado, que protagonizaba una tradicional cotidianidad pequeño burguesa de suburbio americano. Amaba a su familia, pero el estado afiebrado de Victoria lo escalofriaba. Veía en ella la antítesis de su vida y el deseo de penetrarla arrebolaba su rostro, le hacía tamborilear los dedos y le señalaba la posibilidad de no seguir sobreponiéndose a la espontaneidad ni mantener por siempre jamás una actitud políticamente correcta, cuidando las apariencias y filtrando experiencias. Con Victoria había vivido en las pocas horas que llevaban conociéndose más emociones de las que había experimentado en muchos años. Pasaron por su mente las fugaces imágenes de cómo habían huido del aeropuerto de Seúl agarrados de la mano y cómo derivaban, ahora, hacia el establecimiento artificial de un diálogo ajustado a las normas de cortesía y de las buenas costumbres. Juzgó llegado el momento de aliviar el aburrimiento que veía venir y adoptando una voz impostada le ofreció buscar alguna bebida aprovechando que se paraba para ir al baño. Vuelto galán de melodrama, John sucumbió ante el espejo. Vio en él una realidad invulnerable a la cosmética ficcional. Lo mismo comenzó a lucubrar Victoria: “Creo que será mejor que me tome unas gotas de valeriana, cualquier íncubo resultará más nutricio que la compañía interminable de un hombre común. Le he inventado una buena historia, quise convertirlo en objeto de admiración, le he atribuido un nombre creíble, le conferí visos de aventura al encuentro, hice de él un personaje, pero el hombre no da para más. Pero ¿qué digo? Ahora dudo. Allí viene, regresa con las manos vacías, jamás me ha ofrecido bebida ni diálogo, todo transcurre siempre dentro de mi cabeza, es allí adonde lo humano se torna interesante, sólo en la transformación, en la metáfora, en la creatividad, en la deformación, en la proyección y ¿por qué no? en la utopía y, sin embargo, me gustaría que me hablara o que me hubiera traído un vodka en las rocas”.
—¿Se llama usted John?, le pregunto causándole cierto estupor.
—Sí, me llamo John y soy hipnólogo. Responde él y ahora la estupefacción es toda mía. La evidencio en la incapacidad de contestarle sin que se me trabe la lengua en un ridículo gagueo
—Ah ah, cierto, me decía usted que en estado hipnótico, la sugestión produce chispas de combustión interna hasta hacerle perder a la vigilia su condición…
—Usted pone en mi boca palabras que no he dicho, pero es verdad que algo de eso ocurre. Verá usted: la hipnosis es una técnica con la que conseguimos un estado psicofisiológico diferente del estado de vigilia normal. El electro-encefalograma de una persona hipnotizada es diferente del de una persona despierta o dormida en sueño natural. Dicho estado se caracteriza por una gran sugestionabilidad, ¿qué quiere decir esto?, que la persona bajo hipnosis acepta como reales las sugestiones que le sugiere el hipnotizador sobre todo si cae en trance profundo.
—¿Por qué ocurre eso?
—Porque se produce una disociación entre el consciente y el inconsciente en nuestra actividad mental.
—Suena peligroso y apasionante, sobre todo si me imagino los efectos que pueda tener sobre una personalidad múltiple. ¿Qué tal si una sola de ellas cae en trance? ¿Qué pasa entonces?
—No no no, la hipnosis está contraindicada en casos de esquizofrenia.
—¿Para qué sirve entonces?
—Lo que ocurre es que la gente tiene una imagen mediática a consecuencia de los espectáculos a veces ridículos y bochornosos que se muestran en la televisión, pero la hipnosis tiene una aplicación realmente más brillante y práctica en su vertiente clínica, es decir, para curar o mejorar las condiciones físicas o mentales de las personas. Así, por ejemplo, es muy conocida su utilización en odontología para extraer piezas dentales sin dolor o en la dermatología para hacer desaparecer verrugas, eczemas y todo tipo de erupciones cutáneas. Es muy útil en la curación de enfermedades psicosomáticas.
Bla bla bla, lo dejo hablar solo, me aburre lo obvio, lo conocido y repetitivo, los lugares comunes, la medianía. Yo querría que me hablase de casos interesantes, que me deslumbre con jugosos aciertos, que creara entre nosotros un estado alterado producto de la confidencia científica, de la violación de una suerte de secreto testimonial. Yo querría que esta conversación pudiese convertirse en un hito, que me aportara una introspección, que me transmitiera una técnica mediante la cual pudiera incidir sobre mi memoria, o sobre mi percepción de lo humano, o, al menos que me aclarara el contrasentido que destapa ese sumidero en el que se alojan mis miedos, los terrores, turbaciones, sospechas, pánicos, espantos, sustos, sobresaltos y el por qué, paradójicamente, a pesar de ellos, o gracias a ellos, pude salir ilesa de la amenaza de Janymecheta. Su sola invocación precipita otra vez mis palpitaciones cardíacas a tal extremo perceptibles que John me interrumpe.
—¿Se encuentra usted bien? Si lo que tiene es miedo a los aviones, puedo ayudarla inmediatamente. Como le decía, la hipnosis es ideal para tratar todo tipo de trastornos mentales y psicológicos: fobias, miedos, traumas, depresión, angustia, nerviosismo, estrés, timidez, alcoholismo, etc. No me tema, los hipnotizadores no somos personas con poderes especiales para someter a su voluntad a otros. No es muy ortodoxo ofrecerle este tipo de ayuda fuera del consultorio, pero no puedo impedirme vincular su curiosidad por el tema con su manifiesta ansiedad.
Lo rehúso ovillándome, empequeñeciéndome, finjo pero asiento, quiero pero no quiero. Se me revela en forma humorosa, provocándome incluso una extemporánea sonrisa, él no puede ni sospechar que en verdad le temo más al aburrimiento que al propio Janymecheta. Huyo hacia adelante, a fin de cuentas ahora soy Victoria en tránsito y sin consecuencias. Puedo inventarle a John mil historias, o mejor dicho, puedo compartirlas con él; será una novedad ponerlas en palabras sonoras.
—Lo único que tiene que hacer, Victoria, es darme su consentimiento para que a través de mi voz logre relajarse hasta más allá de su estado consciente, pues supongo que tiene miedo a volar.
—“Miedo a volar” ¿No es ese es el título de una novela de Erika Jong?
—Veo que se siente usted mejor, no conozco esa novela ni a esa escritora, pero me alegro de que esté superando su angustia. En todo caso mi invitación sigue en pie.
—¡Muchas gracias por su interés! Ahora le pregunto, ¿mantendría usted su oferta si supiera que poco de lo que le he dicho hasta ahora es verdad? Empecemos por usted mismo. Fíjese que le he inventado una historia doméstica algo fastidiosa y le he creado un conflicto de lealtad, o mejor dicho de fidelidad, con su esposa y con los dos hijos que le he concebido en mi imaginación.
—¡Qué interesante el que esté usted haciendo transferencias emocionales sin siquiera ser mi paciente!¬
—Vaya manera eufemística de conjurar mi indelicadeza. Le ofrezco mis disculpas.
—Faltaba más. Muchos de mis pacientes se defienden de mí y de la posibilidad de alcanzar el trance. Pero no insisto. Veo que mejora usted y francamente me alegro.
—¿Es verdad, o sólo conjeturas mías, que es usted casado, que tiene dos hijos y que le pasó por la mente vivir un episodio conmigo?
—¿Está usted aceptando?
—¿Le parece?
—La encuentro muy atractiva e inteligente.
—¿A pesar de mis miedos y mis fantasías?
—Precisamente con ellas y por ellas.
Miro a John de reojo, está por dormitar, el diálogo sólo ha transcurrido en mi eterno ficcionar la realidad. Sólo sé que efectivamente es hipnólogo.
—Despierte John, ¿me ha ofrecido usted una sesión de hipnosis o sólo lo he conjeturado?
—¿Ha vencido finalmente sus prejuicios? ¿Lo quiere intentar? ¿Quiere que exploremos su miedo a volar?
—No John, me gustaría explorar mi miedo al aburrimiento, a la repetición y a Janymecheta.
—¿No le parece demasiada ambición para una sola sesión? ¿Por qué no le damos mayor liberad a su inconsciente? Que sea su yo recóndito quien decida hacia donde brinca la liebre a medida que se aletargan sus aprehensiones. Ello sucederá progresivamente, pasará primero por un estado más ligero o trance superficial de relajación muscular, posteriormente se relajará más y más siguiendo mis indicaciones. Puede que encuentre usted en un recuerdo de la realidad remota algún alivio a su “aburrimiento”, pero no nos adelantemos. Llamaré a la aeromoza para que no nos interrumpa, ¿desea usted un poco de agua antes de comenzar?
—No, John, sublimaré mis apetitos por una causa interesante…
John, inmune a la sorna, es unívoco en su discurso. Casi puedo adivinar lo que va a decir antes que emita palabra alguna
—Está bien –dispone, complaciendo mis adivinaciones– busque una posición cómoda y visualice un paisaje de su preferencia, hágalo con detalles, recuerde los olores, los colores, conéctese con su respiración. Please do not disturb us for the following two hours!
Intento una obediencia, pero las imágenes bucólicas huyen de mí. John prueba conmigo la técnica de las velas evanescentes, la de los aros concéntricos, la de las olas mediterráneas, la del largo túnel sombrío en cuyo extremo se vislumbra una luz brillante y entre bostezo y suspiro, se entreteje en el ejercicio esa formalidad de mi sarcasmo que comienza siempre por burlarse de mí misma. Heme aquí, pues, a la búsqueda del tiempo perdido atribuyéndole a Proust la franquicia; reconociéndole en el proceso, la prerrogativa a Kafka; atenta a la monótona voz de John, cuando, en verdad, quisiera escuchar una polifonía.
—Relaja lentamente los músculos de tu frente, los de tus labios. El cuello y los hombros. Siente como una ola de calor invade progresivamente tus brazos hasta llegar a cada uno de los dedos de tus manos. Detente en esa calidez. Pálpala. Ahora amasa entre tus manos una bola de energía. La energía te produce un gran bienestar. Sientes que formas parte del cosmos. Estás al mismo tiempo adentro y afuera. ¡Qué gran bienestar! Ahora acerca la energía a tu nariz, vas a olerla, y percibirás especias delicadas y sutiles, detente en ellas, a través del olfato alcanzas una plenitud extraordinaria, puedes deslizarte aún más hacia adentro, hacia lo profundo. Ahora coloca la bola de energía sobre tu regazo y disfruta de su calidez. El bienestar te penetra el ombligo. Lentamente se esparce por tu interior, flotas en un humor acuoso cuyo cauce te conduce hacia adentro. Eres el río mismo que dentro de ti fluye, es tal tu bienestar que nada temes ni esperas, sólo quieres seguir penetrándote, perpetuando la armonía universal.
John modula sus intenciones con manía perfeccionista. Una suerte de apostolado se perfila en su forma de expresar el manierismo relajador que debería aletargarme hasta el más allá, hacia la conciencia hipnótica, pero ocurre que me conozco ese guión hasta el remate. Refreno el ímpetu de decirle que no sólo hube de aprendérmelo en la universidad, como complemento optativo, sino que me ha tocado entrevistar a eminentes psicólogos, clínicos y sociales, a lo largo de mi vida personal y profesional. De manera que fingiendo total obediencia, aparentando letargo, echo a andar de todos modos la regresión. Ignoro si mi relato viene provisto de sonido. Sólo sé que estoy en los Estados Unidos de Norteamérica, en Illinois y que para mí Chicago y sus suburbios representan el epicentro del repliegue comunitario, la dirección general sectorial de parcelamiento étnico, religioso, idiosincrásico. El plano ultra cuadriculado de la ciudad favorece el cliché: según donde vivas sabré a qué hueles; pronuncia tu apellido y sabré qué piensas. Negros, asiáticos, polacos, mexicanos, hindúes, judíos, cada calle despliega cierta etiqueta, cierto estigma, cierta moral. Esa placenta emblemática convierte a todos los Pérez en hispanos, a casi todos los residentes de Skokie en hijos de Israel, a los vecinos de Evanston en protestantes y así conviven en santa animadversión millones de personas afincadas en sus minorías, pero metiéndole el hombro al gran sueño americano.
¿Cómo lo sé?: Viví justamente en Skokie con apellido judío y bajo perjurio agnóstico. Rubia de ojos azules trabajé en la radio hispana y pretendí hacer un reportaje en las tiendas esotéricas del barrio puertorriqueño en donde encantadoras brujas producían sahumerios respondiendo en golpeado inglés a las preguntas que yo les dirigía en perfecto español. Cuando les aclaré de viva voz y con toda la gestualidad del caso que les estaba hablando en español me increparon en inglés:
—You polish?
—Ay Bendito (les respondí remedándolas) les digo que no, que no soy polaca.
—What d’you want? –insistieron.
—Hey ladies, I am Venezuelan, I speak spanish.
—Ay Bendito –le dijo una a la otra– la polaca dice que habla español.
Los hispanos me trataron siempre como polaca, los polacos como judía, los judíos me consideraron siempre como hispana, los negros como rubia, los rubios como rara, los raros como mujer. Era, además, mujer sola en un barrio cauterizado con moral burguesa. Las feministas no avalaron mi indisciplina y el género masculino desaprobó mi recato por juzgarla proporcional al color de mis cabellos. Anduve sola y desafié otros estigmas cuando los solitarios rechazaron los gajes de mi oficio preguntón y me tildaron de fisgona. Así transcurrió un año, hasta que cayó en mis manos una publicación de procedencia dudosa. De un octavo, el panfleto no afluía de la clandestinidad pero tampoco de imprenta industrial. Su título podría traducirse al castellano como Líneas Nocturnas. Sentí que el aliento de un mensajero noctámbulo me explicaría ese sentimiento de impertenencia que me desolaba. Pensé que la respuesta emergería de la noche: apenas se apagaran las luces, la gente se despojaría de sus prejuicios y aceptaría, al amparo de la oscuridad, sus diferencias. Pero aquella cosa, esa revista, resultó ser un periódico sáfico, un efluvio del universo lésbico. Luego, a medida que lo hojeaba advertí que no era estrictamente “femenino”, cabían allí los gays, los travestís, los bisexuales y hasta otros. Tan amplio espectro me sorprendió con pánico. y fue entonces cuando detecté el motete Mook. Alguien con ese nombre decía en una columna las cosas más abismales que jamás haya leído. Descubrí que no era sólo lo que decía sino su forma de hacerlo, las palabras se arrojaban violentamente de cima a sima, contagiaban vértigo, me empujaban al vacío, abrían la tierra a mis pies. Me encontré enterrada viva en lo desconocido, en mi total ignorancia, en mi propia intolerancia. A punto de desfallecer me aferré a frases cuyos múltiples sentidos me catapultaron hasta la estratosfera y me dejaron allí agonizante. Una cantidad de personajes caricaturescos desfiló ante mis lágrimas que como prismas los descomponían y los reproducían. Fueron centenares de seres disímiles y casi todos altisonantes. Esa mezcla de miedo y excitación –con escalas en el remordimiento, en la duda, en el terror y en el frenesí– precipitó y agigantó mis visiones, las cuales a su vez retroalimentaban el miedo y la excitación. Intenté abandonar esos textos sospechando un contenido alucinógeno en la tinta. Enfrenté mis obligaciones con estoicismo (el trabajo en la radio, el horario), pero, aunque lo negara, ya me hallaba inoculada. Fue en verdad una dosis intravenosa la que me trasladó al país de las maravillas de Mook, donde los más abyectos rechazados se discriminaban entre sí o se agrupaban, sin ninguna lógica aparente, como ratones de laboratorio tras toda clase de experimentos químicos y nucleares. Mi jefe en la radio, un capataz cubano, comenzó a recriminar mi falta de atención. Las noticias que defecaba en diarrea perenne el télex conectado a las agencias nacionales se amontonaban a mis pies inmovilizándome. Todas lucían como insípidas repeticiones de lo conocido: que “Borrondongo le pegó a Mochilongo”; que “Estados Unidos mantiene firme su política de respaldo a las democracias del mundo”, que “el cupo para hispanos en la educación pública será debatido en la Asociación para la Educación de los Hispanos” etcétera. Los kilómetros de cables se sucedían en inglés, pero sólo los de interés estrictamente hispano eran severamente versionados al español. Por instrucciones del capataz, sus subalternos, también cubanos, me miraban de soslayo y luego se abalanzaban sobre mis piernas de donde rescataban decenas de notas para traducirlas al pie de la letra. Todos los cubanos eran perfectamente bilingües, almorzaban juntos los días laborables y aborrecían a Fidel. No como “ésta”, o sea yo, que llevaba días purgando los vestigios de mi condición de inadaptada, de exiliada, más ahora que la sintaxis y la prosodia del tal Mook me confrontaban. Temía parecerme demasiado a mis propios detractores. Yo, la más incomprendida minoría absoluta en este mundo, huía y a la vez me zambullía en las crónicas fabulosas de Mook con malsana curiosidad periodística; estaba ávida de nutrientes para mi peculio intelectual. Mook me hostigaba cada semana con su más allá y cercenaba sin piedad todas mis escasas semicertezas del más acá. Mook seccionaba con fino bisturí el sistema circulatorio y neurológico de su entorno. Sangre, dendritas, semen, mierda, todo estaba expuesto en sus escritos. Olores, texturas, tonos, se colaban por las entrelíneas. Supe por él, por ejemplo, que el universo homosexual no es inmune al chauvinismo, perviven, pues, marginalidades en su seno; los matices y los grises que los diferencian entre sí arrojan sombras chinescas a sus dramas nada unívocos, en los cuales sobredimensionados afectos, rencores, lutos, envidias, avaricias y vanidades aderezan la consabida condición humana con un toque de extravagancia. Aprendí que existen americanos blancos (o negros, o mexicanos, o asiáticos, o judíos) desarraigados sexuales, exiliados de su propia minoría, vagando en la inmensidad urbana, en competencia y contradicción con sus propios ideales sociales, étnicos, sentimentales y genitales. Son mujeres atrapadas en cuerpos de hombres que están condenadas al mundo del espectáculo, del escenario, para al menos satisfacer esa esquina de su libido que se contenta con sedas, plumas y silicona. Son hombres temerosos del alba y de su propia barba, que odian a los gays, por rivalidad frente a los hombres de verdad; son hombres que a su vez son rechazados por sus rivales homosexuales; son vampiros nocturnos que cazan a sus presas en bares de toda reputación, sitios que se llaman Vortex o Fusion, donde beben, inhalan, penetran y ejecutan con libertad, sin que por ello proclamen alguna homogénea felicidad, sino apenas, y con reservas, una exigua pertenencia. En esos lugares coincide toda clase de rarezas. Sus retratos, vidas, chismes y cuentos son los afluentes de una inmensa cascada, cuya caída libre describe Mister Mook con la maestría del que es al mismo tiempo jugador de ajedrez y ficha en el tablero, triunfador y perdedor, observador y partícipe. Intenté traducirlo del inglés aprovechando los gajes del oficio radiofónico y descubrí desconsolada que apenas lograba versionarlo. Intenté expiar mis resquemores, pero también me motivaba cierto orgullo al sentirme descubridora de un narrador de la talla y el riesgo de Guy de Maupassant, el más genuino orillero cuentista del siglo XIX francés. Si Guy anduvo por los lupanares con la familiaridad de un felino consentido y descargaba el resto de su potente energía remando y riendo en el Sena, Mook andaba por esos ultramodernos centros nocturnos de placer urbano, donde vistosas reinas travestís y otros coloridos personajes lo acogían cariñosamente; luego, para extenuarse, se encaramaba en sus patines lineales y castigaba sin piedad la ribera del lago Michigan. Mook, como Guy, sabe de demencia y ama los gatos.
Con qué claridad puedo ver ante mí sus escritos en este momento. Soy en verdad ella, es decir, aquélla que estoy siendo nuevamente, capaz de revivirlo, como si ahora mismo lo estuviese traduciendo –o versionando– ¡Con qué lubricidad hago mía su experiencia! Al verterlo a mi idioma, a mis palabras, hago míos sus cuentos, deseo contarlos ahora, ya, sin demora. Como conejos de un sombrero de mago me asaltan tres de esos cuentos carburantes: uno dos y tres. No puedo, no quiero detenerme. Uno dos tres:

UNO
Los teólogos dividen las religiones en dos categorías: panteístas y trascendentales. Los primeros no encuentran distingo entre el creador y la creación, para ellos una uva vale tanto como una galaxia. Los segundos ven a Dios como a una entidad totalmente diferenciada y separada del mundo, es el gran maestro de ceremonias, el hacedor de vidas que no tiene tiempo para sangrientos detalles. Para acortarles la brecha a estos dogmáticos extremistas, algunos credos han postulado una jerarquía de seres celestiales, intermediarios angélicos o demoníacos, que sirvan de enlace entre ese Todopoderoso (a quien, por lo demás, le importamos un bledo) y las ostras con sentimientos (que somos), por el otro. Estos intermediarios jerarquizados, estos seres marginales, suelen desempeñar roles de camafeo en las sagradas escrituras, en el arte renacentista o en la televisión: sea frenando la mano de Abraham presto al sacrificio de su hijo, posando como querubines para Rafael o perpetrando traumas umbilicales para Mi Bella Genio en la televisión. Visualicemos tal genialidad siniestra, cuando su tarea consista en monitorear episodios en excéntricos locales nocturnos, como éste que protagonizó Joe (italiano, gay y diseñador gráfico) durante su faena en un bar. Una noche, desempeñando labores propias de su oficio (barrer, coletear, recoger las botellas sobrantes y proveer cervezas frías nacionales e importadas) fue llevado por el olfato a detectar una en particular, una que, erguida, desafiaba la gravedad del asunto. Confirmó táctilmente sus sospechas al constatar que en efecto el hedor se correspondía con aquel fluido de consistencia viscosa y brillo particular que la embadurnaba. El asunto no pasó inadvertido, la noticia se regó inflamada. Hubo quien insistiera incluso en determinar la marca o la procedencia de la botella, no faltó tampoco quien pegara el grito en el cielo, pues los actos estaban formalmente prohibidos en el local. Pero al final, cuando ya la escena se creía casi superada, surgió la idea de sacralizar el objeto, fue así como ese día la botella marrón, de cerveza importada, fue convertida en icono. El cuerpo del delito acabó inexorablemente en el tarro de la basura, no así la moraleja espectral: “Nos definimos a nosotros mismos y acordamos significados sólo a través de aquellos seres u objetos a quienes amamos”.

DOS
Arrímate al bar de Rob, o a su vida, y escucharás más pronto que tarde acerca de su más preciada pertenencia: una deformada, gastada y rojal camiseta de Astro Boy. Un regalo.
¿De quién?: Piel sedosa como rosa, cabello azabache flagelándole el culo, gestos de jujitsu, sutileza de pantera y belleza trascendental de bodhisattva. Jade Michiko fue quien le dio la franela a Rob. ¿Quién?: “Ella llegó a mi vida sólo para desaparecer, con el mismo misterio y la misma majestuosidad, como salida de un sueño” susurra Rob. Lo único que le queda de ella es esta camiseta, de cuya veracidad no puede quedar duda alguna a juzgar por las manchas de sudor y las mangas desflecadas.
Jade suele trasladarse del Este al Oeste no como misionera, ni tampoco para abrir nuevas rutas de intercambio comercial, sino para librarse de su padre. Hija de un potentado japonés, Jade ha recibido lo mejor y lo peor de una cultura que simultáneamente reprime y enaltece a las mujeres. El hecho de que Jade hubiera buscado su secreta salvación en Nueva York, financiándose con las tarjetas de crédito de su padre es un absurdo que súbitamente cobra sentido, tan pronto como se sepa más acerca de ella, que Dios bendiga su alma inquieta.
Eludiendo a sus sirvientes personales y a sus guardaespaldas (como muchas otras veces), Jade saltimbanquea por Asia, el Cercano Oriente, Europa, a través del Atlántico hasta Nueva York, en un peregrinaje de autodescubrimiento sáfico. Espíritus benignos y fantasmas reencarnados de sus ancestros son redescubiertos en los clubes nocturnos que la amparan como hermana. Sacrílega salamandra que se escurre entre las más notables divas travestís, amigos drogados y otros miembros de la nocturnidad, lo pasa de lo mejor. Allí es donde la conoció Rob cuando trabajaba de barman en Nueva York.
“Justo antes de que vinieran por ella y se la llevaran, me dio esta franela” –dice Rob– haciendo de su murmullo perpetuidad nostálgica. Vi como literalmente la removían. Nunca olvidaré sus gritos, que sobrepasaban la escala sonora”.
Jade y su padre tenían un pacto de caballeros, si se quiere una política de puertas abiertas, resumida en veintiuna demandas todas convergentes y equidistantes, todas relativas a la total obediencia de la hija hacia el padre. Ella tan salvaje y expuesta a las tentaciones del universo y deseándolas todas, ella de la era de Acuario y del éxtasis ¿cómo podría sucumbir a la disciplina Samurai y Shogun?: Siempre la encuentran. Siempre. Rob había notado la aparición de la falange que constituían los hombres de negocios japoneses, una isla de convencionalismos corporativos, una organización multicelular, en medio del devaneo y el frenesí dionisiaco en el que Jade bailaba (ataviada con un mono de spandex y azaleas, coronada de crisantemos y en la mano, un lirio) e ignoraba los gestos frenéticos con los que Rob había tratado de prevenirla desde la barra del bar. La resistencia que Jade opuso a sus captores fue muy similar a su huida, es decir un show, una manera de aferrarse a lo mejor de dos mundos, cíclica recurrencia alterna entre la esclavitud y la libertad. Dos semanas más tarde, al mes, o será dentro de tres años, Jade se volverá a escabullir, repitiendo el mismo harakiri, para reunirse nuevamente con sus amistades excéntricas, extravagantes, raras, con quienes pueda trascender aunque sea por instantes. Mientras tanto Rob el Astro Boy se aferra a su camiseta, a ese retazo de tela semi podrida, como a un salvavidas, como a un símbolo de su propia libertad. En lo más profundo de su corazón, el sabe que ella regresará… Y si se quedara…

TRES
Sir Speedie, Lord del Cristal y Duque del Meth es el Campeón del día de las 96 horas: Tick-tock, tickety-tock-tock. Se levanta el jueves por la mañana junto con las masas, su descomunal bostezo precede y acompaña las depresivas noticias matutinas y saluda los regocijantes humos de su café expreso. Los perros son paseados, la llegada de cada empleado es debidamente asentada con hora y fecha en los relojes laborales. Cafecitos de media mañana y luncheras para el almuerzo acaban con el ante meridien y dan pie al post, el cual desemboca inevitablemente en la hora pico de tránsito terrestre y en las noticias estelares. Camas sin tender y matrimonios sin ternura, la conciencia burguesa sucumbe por fin ante el sueño, fin de ciclo. En cambio el día apenas comienza para el Duque que ya se encuentra en pleno zumbido. Repletos el culo y la nariz de polvo, Speedie experimenta una aguda pureza en el espacio-tiempo. Pupilas dilatadas, presión sanguínea in crescendo, encendidos vaporones en el rostro. En pies y manos, cosquillas, hormigueos. Esto y lo otro reclaman diligencia y conclusión, casi todo acaba resuelto, ya que al maestro del aceleramiento psicológico y fisiológico le resulta simplemente imposible quedarse quieto. Además con tantas cosas que hacer, ¿quién querría detenerse? Otra urgencia que resolver con celeridad, y otra más, mientras el tiempo se va encogiendo, el espacio expandiendo y el resto de los mortales durmiendo. Juega ahora con varios principios termodinámicos, muchos de los cuales resultan incomprensibles hasta para alguien tan volado como él. Alcanza el día número tres, ajá, 72 horas corridas de trabajo y juego, trabajo y juego, con un añadido de 1/3 al cuadrado, logrando aumentar en 2/3 partes su capacidad de juego y trabajo sobre aquellos que recurren a la posición horizontal y al ocio. Creará en los próximos minutos, el equivalente a un día completo de experiencias inéditas. La idea lo excita tanto que sale disparado a pertrecharse con unas cuantas botellas de cerveza para celebrar. Su ingesta de intoxicantes, así como su diversificada interacción sexual, es una forma de retorcer las ecuaciones que controlan sutil aunque acompasadamente sus efluvios internos y externos de energía. “Vivir es experimentar” pontifica el Duque “y vivir bien es experimentar al máximo y lo más intensamente posible”. Confunde calidad con cantidad, velocidad con aceleración, una carrera con un maratón, ordena otra ronda en el bar. Su sistema absorbe el alcohol como una esponja mágica. Anhela ahora otras calorías y empieza a notar la repentina Epifanía de calma relativa, el mundo externo comienza a acelerarse paulatinamente, Speedie está metabolizando la experiencia más lentamente que hace apenas un momento.
Como proveniente del sueño que Speedie no tuvo la víspera, un anciano despeinado, cuya edad en número de años suma las horas de vigilia de Speedie, atraviesa su campo de visión. Dando traspiés apoyándose en un bastón, el viejo comienza a salirse misteriosamente de toda sincronía. Ciertamente se está moviendo más rápido que los que lo rodean, mucho, mucho más rápido, una bizarra anomalía temporal en ese mundo anfetamínico ya anacrónico. El anciano echa una mirada hacia la barra y al establecer contacto visual con Speedie, se desploma. Su bastón lo precede en la caída y la resonancia de la madera pulida contra el cemento produce un clackety-click-clack que repentinamente despierta al Lord de sus postradas ensoñaciones. Amanece lunes, ¡ah, sólo faltan tres días para que sea jueves nuevamente!

Mi regreso a Caracas fue con sobrepeso, cargaba a cuestas mis descubrimientos, mis experiencias, mis sobredosis de Mook. La soledad lucía ligera, liviana, casi gozosa, mis expectativas nulas. Volvía a lo conocido pero despojada de continuidad. Al comienzo la investidura semiclandestina, anoréxica y anónima me sentaba de lo mejor. Atrincherada entre cuatro paredes, auscultaba el pulso de las informaciones locales, los avisos clasificados (en busca de empleo), los noticieros. Nada. Tímidamente llamé a mis amigos, a mis colegas, a algunos conocidos pero podía escuchar la cacofonía de mis palabras que retumbaban en el vacío absoluto. Los periodistas me tildaban de ama de casa, las mamás de intelectual, los profesores de burguesa, los ricos de venida a menos; los nacionalistas me consideraron “una vendida al imperialismo yanqui”, los gringos me seleccionaron, por mi entrenamiento radiofónico bilingüe, para trabajar en “La Voz de América” y cuando huí a causa de mi total afonía ideológica hube de pagar con más burlas mi renuncia a un salario en dólares: periodistas, mamás, intelectuales, profesores, burgueses, ricos y venidos a menos se rieron de mí al unísono: ¡Ideología! giá giá giá…
Al cabo de un tiempo me convertí en un seudónimo. Firmaba a destajo columnas o entrevistas, reportajes o crónicas que lanzaba a la opinión pública como si de bombas Molotov se tratara. Quería dinamitar los espacios culturales, sociales y políticos y desafiar los prejuicios semánticos. No se crea que cambié para ello mi nombre ni mi apellido. Mi firma no sufrió alteración alguna, fui yo, yo misma, mi persona, la que se convirtió en seudónimo y como tal me volví invisible, insondable y claro, inabordable. Llegué a añorar aquella otra soledad, la de Chicago, pero sobre todo a Mook. Coincidió mi fiebre nostálgica con la adquisición de un módem para mi computadora. Pasaba largas horas de circunnavegación solitaria, recibí noticias de Australia, de Buenos Aires. Me enteré por correo electrónico del nacimiento de Agoston, ocurrida en Noviembre, en Budapest. Alguien adivinó mi perplejidad, pues en seguida recibí una explicación: “Los nombres antiguos están nuevamente de moda en Hungría”. Me sonreí de buena gana cuando leí que muchos de los viejos nombres nuevos se escriben según la fonética húngara: Jacqueline por ejemplo se deletrea Zsakelin. Me sorprendí de la popularidad de los nombres hispanos, hay Alfonszo y Karmen a discreción y resucitan también los nombres hunos: Attila, Csaba (que se lee Chaba). Poco lograban estas distracciones aliviar mi melancolía. La aldea global plana, una infinita llanura sin cimas ni simas. Hasta que de pronto localicé a Mook en la pantalla. El vigor volvió a inundar mi cuerpo, la aceleración mi cerebro. Volví a hacer miles de diligencias, recados, mandados y aún me quedaba tiempo para jugar y trabajar, jugar y trabajar. Llegué a hacer 2/3 veces más que los que en posición horizontal sueñan ociosamente y constaté con alegría que cada rato volvía a ser jueves.
¿Qué tiene que ver todo esto con Janymecheta?, ¿Con el miedo? ¿Con mi viaje a Corea? Me pide usted que levante la mano derecha como una señal de que estoy comprendiendo sus preguntas y me parece que la señal la pretende descifrar directamente la aeromoza que quiere saber si preferimos almorzar pollo o pasta. ¿Acaso pueden ser interrumpidas las sesiones de hipnosis? En verdad los aromas nutricios que se esparcen en forma de ondas excéntricas a todo lo ancho y largo del avión exilian todo deseo de comer. Lo arrojan, lo destierran, lo proscriben. John también declina la oferta. Ambos estamos absortos en un buceo hipnótico. Ambos fingimos dormir. ¿Acaso no refieren los textos especializados que esos estados alterados propician la telepatía? Henos pues, a escasas cinco horas de vuelo, de un total de doce, confiando en el timón automático del inconsciente. Apenas se marcha la aeromoza, retomo el incontinente monólogo. ¿Qué tiene que ver Janymecheta con los relatos de Mook, con mi viaje a Corea o con el miedo urticante que perfora inclemente mis vísceras? Ya ve usted, he comprendido las pregunta pero ignoro las respuestas, apenas se que si acaso existe alguna, sólo saldrá a flote si las arrastra una vaguada de palabras inesperadas. Si las respuestas no aparecen, al menos quedará expedida alguna constancia con la cual justificar mi paso por esta vida.

¡Júpiter! Las semanas comenzaban a partir de los jueves, día de ficción y adrenalina. Durante el resto de la semana, confrontada con la realidad, se adelgazaban mis ganas de existir. ¿Vivir para qué? ¿Para testimoniar a perpetuidad la repetición inexorable de los acontecimientos, o, en el mejor de los casos, para preverlos y analizarlos? Fue en uno de esos cenit anoréxicos y depresivos, cuando nuevamente acudió a salvarme Júpiter, pues fue precisamente jueves cuando descubrí, perdido entre el cúmulo de pequeños anuncios laborales que cruzan el ciberespacio, uno que solicitaba a alguien como yo: que no tuviera cargas familiares, que fuera perfectamente bilingüe y que tuviera disposición de viajar hasta Corea para una entrevista. Se anunciaba un alto cargo en el ramo del manejo de la opinión pública, la publicidad y las comunicaciones sociales en general. Apliqué inmediatamente. Llené los formularios como autómata, sin esperar nada a cambio y, apenas pulsé el botón de enviar, acudí, con similar automatismo, a muchas páginas virtuales en procura de información sobre Corea. Leí con frenesí acerca de su historia y sus costumbres, del idioma y los paisajes, indagué sobre sus mitos fundacionales y sobre los cambios climáticos. No permití que ninguna lucubración contaminara mi trabajo estrictamente investigativo. Aunque la respuesta de Seúl llegó a los pocos días, no fue sino hasta el jueves siguiente cuando me di a la tarea de ensoñar una huída hacia lo desconocido. Cuánta fantasía magnética encerraron, por unas cuantas horas, los mapas y los sitios que me proporcionó Internet: Virtualmente caminé por estradas y visité museos, me detuve en el Palacio de Gyeonbokgung, pero no sólo en su foto panorámica, sino en la dificultad de pronunciar semejante palabra. Harta de todo, convertí el viaje a Corea en una nueva totalidad digna de ser explorada y logré combinar el impulso redentor con el vigor intravenoso que en transfusión comunicante me ocurría. Como era jueves, hice las diligencias casi sin darme cuenta. La primera, faraónica, era actualizar mi pasaporte y la visa hacia los Estados Unidos, pues la trasnacional exigía una primera entrevista en Chicago, precisamente en el territorio de Mook. Las esperas en los bancos para hacer los depósitos respectivos me sirvieron para fantasear con el viaje; todo, desde los atropellos de los que fui víctima por parte de ineptos funcionarios, hasta los insufribles embotellamientos de tránsito, se convirtieron en combustible para el motor de combustión interna en que había devenido mi mente. Mi cabeza, un tractor o una pala mecánica, no hacía más que remover escombros, entre los cuales hallaba, a veces, piedras preciosas, como sucedió cuando, ese mismo jueves, logré memorizar los diez signos de longevidad en la cultura coreana: el sol, las montañas, el agua, las piedras, los pinos, la nubes, las hierbas, las tortugas, los cráneos y el venado. Repetidas, una detrás de la otra, estos diez símbolos de la supervivencia suenan como un conjuro. Pero, además, si la retahíla es pronunciada en lengua coreana (que proviene del grupo ural-altaico, que abarca también la mongol, la húngara y la finlandesa), el efecto resulta alucinante. El estado fantasmagórico me permitió nuevos hallazgos. El próximo fue el de las plantas humanizadoras: la ciruela asiática, la orquídea, el crisantemo y el bambú. Curiosamente y pese a mis eternos análisis sobre todas las cosas y todos los sucesos, jamás me pregunté por el origen o las causas de dichos preceptos sino que los acepté como propiedades refrendadas por el tiempo a causa de su antigüedad y me permití, en cambio, agregarle de mi propia inspiración un quinto elemento, el heliotropo: esa planta herbácea con numerosas flores hermafroditas blancas y rojas cuyo perfume a vainilla se percibe más en la aurora y en el crepúsculo; ese espejo plano que refleja los rayos solares a gran distancia y que, flor, piedra, espejo o palabra, lleva siempre su doble en sí y puede siempre relevarse o convertirse en libro y en razón de ese abismo sin fin, no puede ser reducido por lenguaje alguno, pues atañe, además, a los cuatro sentidos que cinco son: a la intuición, al concepto, al conocimiento, a la metáfora y a la diseminación, que no es otra cosa que jugar con la pluralidad de los sentidos de un mismo término.¬
Un largo silencio la amenaza, como si en el buceo hacia las profundidades de sus revelaciones, hubiese encontrado la región del silencio desde donde no apetece regresar. Su respiración y su pulso se espacian. Una calma vegetativa reemplaza el lugar que antes ocupaban la angustia y la ansiedad. John juzga necesaria una pausa. Las significaciones del heliotropo han trascendido su propia comprensión. Se ha inseminado la multiplicidad, pero John es un hombre pragmático que sabe que debe retrotraer a Victoria, devolverla a la realidad y deslastrarla de la angustia que esa misma realidad le produce. Así, a pesar de los desvaríos, logra que ella reemprenda el relato del ansiado viaje a Corea con escala previa en Chicago, en cuyos terminales nerviosos pudiera estar alojado el miedo. La intuición le indica que sus fobias están ancladas en tres palabras anclas: “realidad”, “repetición” y una tercera cuyo significado le es incomprensible, “Janymecheta”
—Victoria, le dice, recordándole su nombre ficticio. Realidad y repetición son sólo dos de las caras de la pirámide vital. Se nace se crece, se reproduce, se envejece y se muere. Mientras tanto se cumplen los ritos sociales: se es bautizado, se hace la primera comunión, se contrae matrimonio. Así transcurre la vida, con algunos aderezos especiales: la moda, los libros, las películas, los viajes. Es lo propio de los seres vivos, sean hombres, animales o plantas. Respire profundo, Victoria, tome el aire lentamente, como si estuviese llenando una vasija. Ahora expúlselo con la fuerza de un volcán, como si fuese usted un dragón. Arroje ese fuego abrasador que consume sus vísceras y tome aire fresco nuevamente, con lentitud. Ahora contenga el aire y cuente hasta diez, ahora expírelo lo más despacio que pueda, hágalo una vez más pero esta vez siguiendo mi conteo. Cuando yo pronuncie el número tres, irá usted a Corea. Al país. Habrá dejado de teclear en la computadora. Recuerde usted que su viaje a Seúl obedece a una oferta de trabajo. Uno, dos, tres.
Sí, sí, me preparo para la cita de trabajo, juego con los posibles escenarios, con las posibles preguntas que me formulen los coreanos. Repaso los consejos protocolares que figuran en el manual que me han proporcionado en la embajada, pero mientras llega la hora decisiva y mientras me recupero de los embates que me han producido las veinticinco horas de diferencia horaria, no puedo dejar de pensar en Mook. Lo he perdido, ni siquiera pude hacerme con un ejemplar de la revista, su página ha desaparecido de la Internet y mucho temo que nunca más será jueves. Revolotean en mi cabeza datos sobre Corea y sobre la idiosincrasia de los coreanos. Me quedo dormida sobre panfletos y revistas. A la mañana siguiente, un extraño vigor se apodera de mí. Siento la inconmensurable fuerza de Júpiter y cuál es mi sorpresa, cuando al ojear la versión anglosajona del periódico local, descubro que a pesar de todo sigue siendo jueves. En poco se diferencian las noticias asiáticas de las americanas, aquí como allá se reportan los índices de inflación, el valor de la moneda y las fluctuaciones de la bolsa; las conflagraciones, los atentados, los robos. Acaso la mayor diferencia sea el nombre de los protagonistas y las coordenadas donde ocurren los acontecimientos. Aún me quedan preciosas horas antes de la entrevista. Me echo a la calle, tomo un taxi, me hago conducir hasta el centro de Seúl, me valgo para ello de un papel que me han dado en la recepción del hotel, donde también me han indicado que tome una de las giras guiadas que parten desde el ayuntamiento a precios muy razonables. Heme pues en Asia maravillada ante pagodas y mercados, museos y balaustradas. Se me permite descender del autobús cada vez que me plazca y con derecho a retomarlo. De manera que me apeo al azar, camino y aspiro el humo perfumado de calles superpobladas. Cuando la resaca del largo viaje y de las veinticinco horas de diferencia horaria hacen torbellino dentro de mí, me siento en un parque aledaño a una pequeña iglesia católica y la somnolencia me revela a Kim Minsu. Devengo. En palabras concatenadas, a borbotones, haciendo vaguada, se me desvela su odio, sé que detesta, que abomina, que roe y cata entre los dientes el pecado de padecer. Se que el amargor de las raíces ancestrales que por su forma recuerdan el cuerpo femenino y que dan vigor a quienes las mastican, conforman, en el caso de Kim Minsu, su humor. ¿Cómo lo sé? ¿Quién es Kim Minsu? ¿Por qué odia y detesta y abomina? Simplemente lo sé; lo sé y lo siento; lo sé, lo siento y lo veo. Se que Kim Minsu se dirige con paso firme hacia la capilla del padre Johnson en busca de consuelo y que no consigue más que maldecir y que la piel olivácea de su rostro centellea, pues el sudor ha formado en sus mejillas y en su frente una espesa capa oleosa. Sé que sufre de celos y que he de importunarlo constantemente. Sé también, que ésta que estoy siendo, la que lo sabe todo de Kim Minsu, ha venido a Corea a confirmar su compromiso con Moon, el novio coreano, de quien se ha enamorado de estudiante en Chicago. Los dados están echados, el envión ha comenzado, sólo puede ser jueves. El vigor fluye vertiginoso. Soy al mismo tiempo objeto y sujeto, hombre y mujer, coreana y occidental. Soy heliotropo, prisma, multitud. Qué acuda Moon a la cita de trabajo con la transnacional y que pueda yo buscar el misterio de la identidad, de la otra realidad. Que sea Kim Minsu, por su edad y su sabiduría quien guíe mis pasos por el budismo, aunque él sea católico; que sea Moon quien padezca los cambios que ha experimentado Corea por el advenimiento de la posmodernidad. Soy palabra. Es jueves.
Con afán terapéutico John retoma el tono monótono para inducir en ella un estadio superior de relajación: “Respira tomando el aire por la boca y exhálalo por la nariz, estás en clases de buceo, ensanchas tu capacidad pulmonar y tu resistencia porque vas a emprender un viaje de gran profundidad. Te oxigenas, te preparas. Soy tu entrenador y te transmito una gran serenidad. La seguridad te acompaña. Vas a comenzar el descenso, te sumerges lentamente, el agua del inconsciente es cálida y luminosa. Te encuentras en un más allá sensorial y cuando yo halla contado hasta cuatro, podrás encontrarte con Janymecheta y decirle lo que sientes para que ya nunca más te atemorice: Uno… Dos…

Cuatro
¡Wa! –exclama Kim Minsu en coreano. Sentado a mi derecha, manifiesta de ese modo su hartazgo, pues odia, detesta y abomina también las conclusiones, los finales, la lógica aplastante que arrasa ineluctablemente los misterios. Acaso no entienden los occidentales que no todo ha de ser explicado ni comprendido. De viaje hacia Chicago, adonde por fin ha de encontrarse con su hija, halla en su paciente fuerza de voluntad las palabras para explicar de una vez, y para que no se disipen del todo las dudas, el significado de la palabra Janymecheta, pues otra cosa no es: “Janymecheta –pontifica– es más que la suma de los vocablos tristeza, melancolía y dolor, cuando quien sufre es una mujer. El padecimiento femenino no tiene traducción posible, pertenece a ese género de expresiones que no pueden ser sometidas a hipnosis, a relajación ni a terapia. Janymecheta es la fuerza centrípeta del universo, aquella por cuya potencia, las mujeres desean liberarse del status quo, de la familia, de la sociedad tal como existe en su orden más tradicional, del yugo que sobre ellas ejercen sus suegras, perpetuadoras de todo aquello que se desea renovar. Pero también el magnetismo centrífugo que las devuelve a su rol perpetuador del realismo trágico”.
Cuando Victoria emerge del mar de lágrimas en que John la ha sumido para ejercitar en ella la hipnosis, ha llegado la hora de llenar los formularios para el aterrizaje. Lo hace mecánicamente.
Apellidos: Sterntahl Friedmann
Nombres: Miriam
Nacionalidad: Venezolana
Tipo de visa: L-2
Dirección en Estados Unidos: Calle Cornelia
N* 45 Chicago Illinois
Motivo de la visita: tránsito

Declina el jueves. Ni John ni Kim Minsu se apean del avión. Me pregunto si esta vez tendré más suerte en hallar a Mook y constato que ya no me importa. Mook también soy yo.


Biografia:
Novelista y periodista
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